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JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN
Viernes, 22 de abril 2022, 19:08
Sorprende que un libro dedicado a Benito Pérez Galdós comience con esta rotunda afirmación: «Tengo a Javier Cercas por uno de los mayores escritores de nuestra lengua». Al protagonista del libro, en cambio, se le regatean todos los méritos: escribe mal con bastante frecuencia, le ... sobran páginas, apenas corrige lo que escribe, publica la primera versión de sus novelas cuando debía haber publicado la cuarta o la quinta, no aprendió la lección de Flaubert sobre el narrador omnisciente e invisible y por eso fue, ya en su tiempo, un novelista anticuado.
A Vargas Llosa no le gusta Galdós, aunque haya dedicado largos meses a leer su obra por entero. Tampoco le gusta Proust y, sin complejo alguno, así lo declara en la misma página en que confiesa su fervor por Cercas: «Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar 'En busca del tiempo perdido', obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado por sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo, que a mí me gustan tanto».
Para gustos se hicieron autores y no vamos a discutir los de Vargas Llosa. Lo malo es cuando intenta razonarlos y hacer crítica literaria. Subraya, como mérito mayor de Cercas, que es un valiente: «Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable».
A Galdós, en cambio, desde ese punto de vista se le pueden hacer múltiples objeciones: no comparte las ideas de Vargas Llosa sobre el liberalismo económico, la belleza y el arte de las corridas de toros, la utilidad de los usureros (un oficio que Vargas Llosa considera «condenado por la Biblia»). Incluso llega a escribir que el rechazo de los prestamistas es «una aberración histórica que, sin embargo, llegó a estar bien asentada en España, principalmente por culpa de las enseñanzas de la Iglesia. Ella impidió a este país desarrollar su economía, como hacían otras naciones europeas, menos prejuiciosas respecto al comercio y a la modernidad, más abiertas al progreso que el pueblo español».
El panfleto político se entremezcla en 'La mirada quieta' con la crítica valorativa. Abundan los juicios despectivos sobre las obras de Galdós: las novelas sobre Torquemada «están escritas apresuradamente y no valen gran cosa»; 'Gloria' «cuenta una historia sin pies ni cabeza»; 'Miau' «destaca más por sus defectos que por sus aciertos». A pesar de todo, termina concediéndole que fue «un gran escritor», sobre todo si se le compara con los escritores de su tiempo, un tiempo -el siglo XIX, el comienzo del siglo XX- en el que no hay en España grandes escritores, «con excepción de un Valle-Inclán o de un Azorín».
Para escribir su libro sobre Galdós, Vargas Llosa, que lo desconocía casi por completo (afirma solo haber leído 'Fortunata y Jacinta' en su juventud), decidió leer pacientemente toda su obra completa, desde la primera página hasta la última, exceptuando solo los artículos periodísticos. Ese atracón explica en buena parte el rechazo. La literatura no se lee así: cada obra literaria requiere su momento y, a un autor de otro tiempo y de obra abundante, no resulta adecuado leerle completo y de un tirón. ¿Quién no acabaría odiando a Lope de Vega si leyera todas sus piezas teatrales una tras otra?
No distingue Vargas Llosa, al estudiar a Galdós, entre las obras de aprendizaje -'La sombra, 'El audaz'-, las novelas de la primera época -sus polémicas novelas de tesis- y las novelas contemporáneas, que son las que le ponen a la cabeza de los narradores de su tiempo. Tampoco diferencia entre las dos primeras series de los 'Episodios Nacionales' -que pueden considerarse como una obra unitaria y así las consideró el autor- y las series posteriores, de muy distinta intención y estética. Unamuno señaló que la tercera serie, iniciada en 1898, estaba influida por su novela 'Paz en la guerra' y su concepción de la intrahistoria (y por eso los grandes sucesos históricos ocupan a menudo un lugar secundario). La misma aplicación que a las novelas dedica a las obras de teatro, que descalifica en su mayoría, pero no sin antes contarnos minuciosa y tediosamente su argumento.
Los razonamientos literarios de Vargas Llosa son, cuando menos peregrinos: «Los guiones teatrales no sirven de gran cosa, salvo que tengan gran calidad literaria, como los de Shakespeare y Molière, y, entre los más modernos, los de Bertolt Brecht o Samuel Beckett, por citar a dos autores contradictorios, porque en ese estado se hallan inconclusos; su vocación natural es convertirse en espectáculos». Por eso solo se ocupa «de las obras teatrales representadas de Benito Pérez Galdós y no de los guiones que nunca subieron a las tablas». Aunque las obras teatrales de Galdós hace tiempo que no se representan, Vargas Llosa sorprendentemente habla de ellas como si estuvieran en cartelera: «'Voluntad' se deja ver, entretiene y hace pasar un buen rato a quienes se llegan a verla».
Vargas Llosa da con frecuencia la impresión de que no entiende lo que lee. 'La de Bringas', nos dice, «comienza con la bella descripción de un mausoleo que ha fabricado don Francisco Bringas», quien se dedicaría a «fabricar cenotafios, a los que añade una buena ración de pelos como contribución personal». No, lo que hace es representar con pelo de familiares difuntos, como estaba de moda entonces, una estampa sepulcral para regalar a una persona de su consideración.
No se entera de que 'El doctor Centeno' no es una novela «bastante descoyuntada», sino episódica porque su protagonista, como el 'Lazarillo', es mozo de muchos amos. Se le escapa la referencia al 'Buscón' en la primera parte y la relación de la segunda con 'La educación sentimental', de su admirado Flaubert. También el homenaje a 'El licenciado Vidriera', el uso del estilo indirecto libre (ya empleado en 'La desheredada') y que se anticipa a Henry James en narrar en tercera persona, pero con el punto de vista de un personaje (véase cómo se nos cuenta la seducción de Amparo, luego protagonista de 'Tormento', por Pedro Polo).
Insiste mucho Vargas Llosa, desde el título del libro, en la «mirada quieta» de Galdós que inmoviliza la acción en una especie de sucesivas fotografías. Él mismo lo desmiente al referirse al recorrido que, en 'La fontana de oro', «hace Clara, de noche, por un Madrid proceloso y exaltado, lleno de pícaros y mendigos, donde nadie quiere darle la dirección que busca, y en la que incluso un curita fornicario trata de abusar de ella». Jesús Munárriz titula -bien significativamente- 'Traveling de la calle de Toledo' uno de los fragmentos seleccionados en 'Páginas magistrales', su selección de fragmentos que acreditan a Galdós, contra lo que quiere el tópico, como un maestro del estilo.
Sería interminable una enumeración de los disparates de Vargas Llosa, sale a casi uno por página: a Emilia Pardo Bazán la llama «diablillo lujurioso»; a propósito de la utilización por Galdós del diálogo teatral en algún capítulo de sus novelas dice que «ya se utiliza en el 'Ulises'»; insiste en que Galdós no es un renovador teatral, pero sí Jardiel Poncela (y dedica un párrafo a reivindicarlo); le reprocha el uso de los pronombres átonos pospuestos en lugar de antepuestos al verbo («díjome» en lugar de «me dijo»), sin darse cuenta de que es un uso habitual en la época; le acusa de burlarse de los personajes por hacerles hablar en 'jerga', esto es, por tratar de reproducir su forma incorrecta de expresarse, algo propio de toda la narrativa naturalista y uno de los mayores logros de Galdós. Otros errores: incluye 'La razón de la sinrazón', que es la última novela de Galdós, entre sus obras teatrales, y se olvida de 'La loca de la casa'. ¿Para qué seguir? Sería el cuento de nunca acabar. Más le habría valido a Vargas Llosa entretener sus ocios con la lectura completa y el estudio libro a libro de su admirado Javier Cercas. Y confiemos en que en un próximo ensayo no se dedique a ajustar cuentas con el «frívolo» Proust.
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