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ARANTZA MARGOLLES
Domingo, 29 de diciembre 2019, 01:25
Aprenden los pájaros a volar como nosotros, a tierna edad, lo hacemos a caminar. Impulsados por la veleta central de sus alas, por el latigazo de su radio y de su cúbito y de su húmero huecos, más que por las plumas que intentara imitar el desgraciado Ícaro en su huida de Creta. Ayudados por millones de años de evolución, se lanzan los pajarillos del nido cuando corresponde, a sabiendas de que, en un momento u otro, la naturaleza obrará su dádiva, mágica y generosa. Para los animales que contravienen el papel que les corresponde es, sin embargo, cruel. Sobre todo para los que comienzan.
Es gracias a ellos, a los que hace hoy ya más de un siglo comenzaron a plantarle cara a la evolución y decidieron dar su vida por conseguir que hubiera un día en que los humanos pudiéramos cruzar los mundos como lo hacen los pájaros, que nos podría parecer ingenuo considerar una hazaña el recorrer a vuelo los poco más de trescientos kilómetros que separan París de Bruselas. Pero penetremos en las mentes que tal día como hoy de hace ciento nueve años lloraron, desde Asturias, a Mariano Pola Collar. En las páginas de EL COMERCIO se anunciaban el milagroso regenerador de la sangre Emerin, que curaba la sífilis; un pasaje a La Habana en la Compañía Transatlántica costaba 247 pesetas -salía cada mes-; ¡Polvos Calber, para la 'toilette' de bebés y señoritas! Hacía casi tres años que el parisino Farman había recorrido por primera vez en avión una distancia de dos kilómetros y superado los veinticinco metros de altura sobre el suelo. Oviedo debatía cómo derribar el viejo Cuartel de Carabineros y en Gijón preocupaba una sucesión -finalmente, por fortuna, anecdótica- de muertes repentinas que pudiera suponer la llegada de alguna epidemia no por desconocida infrecuente.
Y así eran las cosas en diciembre de 1910. Mariano Pola, joven burgués criado al calor de la fortuna caribeña y de la industrialización asturiana, estaba en París, la capital mundial de la aviación en ciernes, pasando el mejor momento de su vida. «Me siento mejor que nunca», había escrito poco antes del Día de Inocentes, a su hermana mayor. Hasta la fecha, la aviación, aún considerada un deporte de riesgo más que un método efectivo de transporte, se había cobrado treinta y una víctimas. La número 32 llegó el día 27: 'Piccolo', aviador italiano, se mató en Portugal tras ascender cien metros. El gijonés Mariano Pola y Alexandre Laffont, francés, piloto jefe de la Casa Antoinette, estaban llamados a ser el trigésimo tercero y el trigésimo cuarto, indistintamente, porque no se supo cuál de ellos murió primero, el día 28, a las nueve menos cuarto de la mañana, en el aeródromo de Issy-les-Moulinaux, en las proximidades de París.
El objetivo: cubrir a vuelo el trayecto París-Bruselas, los dos a bordo de un avión de la Antoinette, en un día gélido en el que al carburador le costaba arrancar. Hubo un primer intento, fallido. Al segundo, el aparato ascendió, por fin, unos sesenta metros sobre el nivel del suelo, para asombro de las decenas de personas que presenciaban el espectáculo. «Repentinamente», contó EL COMERCIO tal día como hoy hace 109 años, «una ráfaga de aire puso casi vertical el aparato, derribándole cuando ya iba a orientarse». Las muertes fueron instantáneas, terribles, espantosas; contadas con profusión de detalles macabros en la prensa internacional y algunos menos en la regional, donde la muerte de Pola dolía sobremanera. En Gijón, las del paso de 1910 a 1911 fueron jornadas de luto riguroso, también en nuestra Redacción. «¡Pobre Mariano», titularía aquel día Adeflor, decano de periodistas en el decano, valga la redundancia, de la prensa asturiana, en portada. «Mudos y tristes nos contemplamos los amigos, pensando en aquel que muerte tan trágica llevó». «¿Cómo no llorarte, amigo cariñoso y entrañable?». Relata Adeflor, a golpes de tinta y lágrima, la historia asturiana, que aquel día lo fue también de la aviación, del progreso internacional. «No tengo palabras», se duele, «para dedicarte un final cordialísimo: «La mano temblante no sabe seguir. Solo ya hablan mis ojos...».
Llegó, cruel ironía para un 'sportman' que quiso surcar los cielos, el cadáver de Mariano Pola en tren, y recibióse en la Estación del Norte -hoy museo-, el siete de enero, ya del 1911, a mediodía. En las plazas hubo agitación: no pocos creían aún, a más de una semana de la muerte del más internacional de los gijoneses, que el óbito no era más que un bulo. Pero no. Aún yace en El Sucu, en el panteón familiar, dizque embalsamado y en un féretro de seis asas, el Ícaro asturiano que quiso ser pájaro y surcar el cielo aún sin que la naturaleza le hubiese otorgado alas para volar.
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