Cuatro cocineros jóvenes, con restaurantes de estrella Michelin que han cautivado al cliente, cuentan sus historias de lucha para abrir sus casas en el medio rural (Huesca, Cáceres, Asturias y Jaén), enfrentando la incomprensión del entorno y las cuentas deficitarias, en la ponencia 'Los hijos prodigios de la cocina rural', en Madrid Fusión Alimentos de España.
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La vida me llevó a Madrid, la ciudad me asustaba. Salí del pueblo porque a partir de los 16 ya no podías seguir estudiando allí. Siempre supe que quería ser cocinera y volví al pueblo para ayudar a mi abuela, que hacía guisos y huevos fritos revueltos. Se iba a jubilar en dos años. Allí me pregunté por qué me había ido. Pero yo quería hacer más cosas y me llevó a descubrir lo que quería. Quería mi territorio. Comencé a investigar la cultura que se estaba perdiendo, entrevistaba a las personas mayores, iba a buscar y conocer las plantas. Encontré mi camino sin buscarlo. Cuando hicimos el proyecto reivindicamos mi territorio, donde el turismo está acabando lo que era mi pueblo, de 17 habitantes, antes de que hubiera una estación de esquí.
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El camino no es fácil y te encuentras muchísimas piedras, pero aprendes cómo esquivarlas. En mi caso hicimos un relevo generacional. Mi abuela fue pionera en la tierra y la gente venía a comer sus platos. Cuando los cambié, a la gente no le hizo gracia. Pero si hubiera seguido con las mismas recetas de mi abuela, tampoco, porque no son las mismas manos. El momento más duro fue cuando quitamos el vacuno, en la búsqueda de ser un restaurante gastronómico. El 90% de las personas venía para comer carne, y se levantaban de las mesas. No se atrevían a probar platos nuevos. Ver cómo se levanta la gente y se marcha es una de las peores cosas de la vida. Pensamos que no íbamos a poder hacer nuestro estilo de negocio. Mi hermano, que me apoyó y daba la cara ante los clientes como un gran acto de amor, y yo nos dimos una temporada más para ver si lo íbamos a conseguir. Un artículo de una crítica gastronómica hizo que empezara a llenarse.
Somos salvajes, y con orgullo, pero no somos paletos. Ahora tenemos toda la tecnología a nuestra disposición y con una calidad de vida envidiable.
Me dedico a la hostelería desde los 15 años, cuando compaginaba los estudios con las barras de los bares. Empecé a estudiar cocina y después de formarme en diferentes restaurantes acabé en Madrid, siete años, en empresas con mucho volumen de orientación japonesa y francesa. Entendí diferentes culturas gastronómicas y el acto de cocinar. Pero soy muy asturiano, muy de mi zona y mi gente, y tuve en la mirada volver a casa a echar raíces. A los 28 comencé a buscar una ubicación y la forma de volver: ahorros, ingresos, riesgo... Buscaba un lugar en entornos rurales, aunque me aconsejaban hacerlo en la ciudad. Oviedo o Gijón. Encontré en 'chigre' en un pueblo de 22 habitantes. Decidí abrir ese proyecto-monte como un negocio propio y para encontrarme a mí mismo y estar más conectado con la cultura asturiana y el paisanaje.
Llevamos cinco años abiertos. Involucré a los que me rodeaban en pintar, hacer una mesa. Quería que todo fuera muy personal. Es un proyecto muy joven, en la montaña rural asturiana, donde tengo un estilo de vida del que huía en Madrid. Me nutre en lo profesional y me permite estar en contacto con la naturaleza y las estaciones de manera orgánica. Tengo suerte.
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Pero al principio los ganaderos y cazadores que se juntaban ahí no entendían al chico que venía de Madrid, y en el entorno me decían que me iba a equivocar, a dar de hostias. Fueron momentos complicados. Éramos uno en la sala y otro en la cocina. Sumamos muchos ceros. Pero en agosto una crítica gastronómica me abrió el perfil del cliente, no solo el local. Reempezamos. Y nos dieron la estrella Michelin y de repente todos los comentarios de la gente de nuestro entorno cambió radicalmente. Se desbordó de reserva. Ahora tenemos problemas pero no penurias.
Soy de Anoeta, crecido allí. Nací cocinero, de familia hostelera. Estudiaba como cualquier chaval, llegó el momento de decidir qué hacer con 16 años y acerté. Me apasionaba ver la sensibilidad con que se trabajaba en la cocina. Es un acto de amor y generosidad. De compartir. El mío es un proyecto familiar. Di pasos en diferentes sitios. San Sebastián, Barcelona, Tokio. Pero siempre tenia en mente volver a casa, me apetecía. Tenía miedo y la pandemia lo aceleró todo. Tanto personal como económicamente arrastraba a mi familia. Tiramos para adelante. Fue saliendo hasta que salió. Ahora hemos evolucionado. Somos más de 25 personas en el restaurante. Hacemos una cocina directa y aparentemente sencilla, pero compleja. Cocinamos Jaén desde nuestro prisma. Jaén tiene mucho que enseñar. Depende del olivar, tiene una gastronomía que depende del suelo. Somos unos supervivientes. Somos lo que somos. Cuando nos dieron la estrella Michelin reflexioné que era triste que viniera una empresa de fuera para decirle a mi vecino que yo era bueno.
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Nos han llamado locos, que yo era una ruina para mi familia, que volviera a mi sitio. Pero uno sabe lo que quiere hacer, aunque te genere un miedo interior y te dé un sentido de responsabilidad enorme. Somos una generación muy joven y nos sentimos parte del sentido de pertenencia gastronómica que ha empezado a tener Jaén y recogemos los frutos directos ahora. ¿Cuánto durará? Esperamos que siglos.
Los estudios no me gustaban y me enamoré de la cocina. Di un salto a la casa de Berasategui en el País Vasco y cocinar me sedujo, me atrapó. Pero al estar fuera de mi tierra, solo, quise regresar y surgió un proyecto con mis hermanos para volver al pueblo a hacer un restaurante, una galería de arte, un gastrobar. El cliente nos dio la oportunidad al animarnos. Abrir en una zona sin mucha visibilidad gastronómica, en un pueblo de 1.800 habitantes, era el papel que nos tocaba desarrollar, con toda esa cultura, confianza y arraigo. En 2021 obtuvimos la estrella Michelin y ahora con 18 personas trabajando somos la segunda empresa más grande del pueblo. No era muy turístico y ahora los fines de semana no quedan casas rurales. Se llena.
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Estoy feliz de regresar a la tierra con la familia, rodearme de esos productores que desconocemos los que venimos de la ciudad. Ser humilde te llena por dentro. Es una satisfacción muy grande. Y se aprende de los errores, más que de los aciertos. El primer día que abrimos no pasaba nadie por la calle. Ese miedo en el cuerpo hace que te vayas a la cama siendo consciente que todo se tiene que ganar, trabajar. Que nada se regala. Tenemos la cultura de sacrificio y esfuerzo. Peleamos y luchamos.
En el restaurante tenemos un cartel que dice: somos del pueblo. Defendemos esa cultura y queremos compartir esa vida rural.
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