Refrescos de antaño
GASTROHISTORIAS ·
Ahora casi imposible de encontrar, esta bebida fue un trago de verano clásico que compitió en popularidad con la horchataGASTROHISTORIAS ·
Ahora casi imposible de encontrar, esta bebida fue un trago de verano clásico que compitió en popularidad con la horchataAna Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 30 de junio 2023, 00:36
Hay a quien le sabe a regaliz, a caramelo de cubalibre o a café. Yo desgraciadamente no les puedo dar mi opinión porque jamás la he probado: en Bilbao se extinguió antes de que servidora naciera y nunca he tenido oportunidad de trasegar una bien ... fresquita. Les hablo del agua de cebada, un refresco que los lectores de Alicante, Murcia y algunos pueblos de Jaén conocerán bien, pero que para otros muchos será completamente desconocido.
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Para completar la confusión resulta que existen dos tipos de agua de cebada, una de aspecto lechoso y semejante a la horchata y otra de rabioso color oscuro, similar al de las bebidas de cola o al café solo. La primera es la versión original, llevada a México hace siglos por la emigración española y conservada allí como una de sus famosas «aguas frescas». Mientras que en los estados mexicanos de Sonora o Sinaloa siguen elaborándola igual que hace 300 años, a este lado del Atlántico el agua de cebada evolucionó siguiendo nuevas modas, oscureciéndose gracias al uso de cereal tostado, malta o azúcar caramelizado.
Por eso si ustedes -perplejos ante este misterio bebible- buscan imágenes de él en Internet se encontrarán con un amplio catálogo de vasos con pajita, llenos hasta los topes de un líquido que puede ir desde el blanco cremoso hasta el negro carbón. Todas son aguas de cebada y todas descienden de un mismo concepto: el hordiate. Nuestra ínclita RAE define esta palabra como «bebida que se hace de cebada, semejante a la tisana» y se queda así, tan pancha, sin aclararnos lo más mínimo.
El diccionario no explica que «tisana» procede del latín ptisana y éste a su vez viene del griego πo ptisánē, que significa «cebada perlada» o mondada y era con lo que los antiguos griegos preparaban la tisana primigenia, que tenía más que ver con gachas de cereal que con infusiones de hierbitas. Saber esto hace mucho más fácil entender la relación que la RAE establece entre «tisana» y «hordiate», término que se remonta al latín vulgar hordeata, desciende del clásico hordeum y que significa literalmente... ¡Lo han acertado! Cebada.
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De hordeata nació también la voz «horchata», que en principio no fue de chufas sino de cebada u otros cereales y que con el tiempo acabó dando nombre genérico a todas las leches vegetales. En el siglo XVIII triunfaban en nuestro país las horchatas de arroz, de almendra, de pepitas de melón o de ídem de calabaza y justo comenzaba a popularizarse una nueva, venida de tierras valencianas y hecha con un singular tubérculo llamado «cotufa», «alcatufa» o «chufa».
El hordiate o agua de cebada se usaba desde la Antigüedad como leche de continuación para los bebés, alimento suave para los enfermos y también como medicina con múltiples aplicaciones. La semana pasada ya hablamos aquí del uso terapéutico que originalmente tuvo el refresco de zarzaparrilla, y la bebida de cebada no iba a la zaga: el médico granadino Abú ben Abdalacís al-Arbuli indicó en su 'Tratado sobre los alimentos' de 1414 que el agua de cebada refrescaba el cuerpo, apagaba el calor de la fiebre y calmaba tanto la tos como la sed.
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También los doctores cristianos la usaron como tónico pectoral, mundificativo y emoliente capaz de hacer bajar la leche a la madres recientes o de curar las calenturas. Para prepararla hacía falta descascarillar los granos de cebada, lavarlos y cocerlos hasta que estuviesen tan blandos como para poder exprimirlos, mezclando luego ese jugo con azúcar, especias o jarabes medicinales concentrados; el mismo proceso que hoy en día se sigue utilizando en México para hacer el agua de cebada clara.
También es el mismo que a mediados del XVIII empleaban los horchateros alicantinos y valencianos, quienes iban a Madrid, Sevilla, Valladolid u otras ciudades a vender en invierno buñuelos, turrones y esteras y en verano se dedicaban a refrescar los gaznates a base de horchata de chufas, limón helado y agua de cebada.
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La estampa del ché ligero de ropa, con pañuelo en la cabeza y la garrafa al hombro se hizo habitual, tanto como sus gritos pregonando la líquida mercancía por las calles. Daba igual que se anunciara en valenciano (¡Aigua civada! ¿Qui vol beure?), sus potenciales clientes le entendían perfectamente: las voces del cebadero prometían un par de tragos frescos y un rato de descanso.
Las autoridades, sin embargo, pronto se hartaron de los gritos intempestivos de estos vendedores ambulantes. En 1784 el superintendente general de Policía de Madrid mandó que quienes quisieran vender agua de cebada y horchatas tendrían que pedir licencia municipal, presentar un certificado de buenas costumbres, asentarse en un lugar fijo y, sobre todo, dejar de perturbar el descanso de los vecinos.
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Se ve que los cebaderos eran igual de ruidosos fuera de la Villa y Corte, ya que en 1789 la ciudad de Palma de Mallorca también prohibió la venta ambulante a los aguadores valencianos. Ingeniosos y emprendedores, abrieron puestos fijos de venta al público que recibieron el nombre de «aguaduchos» por ser un aguaducho el armario en que se guardaban los vasos para beber. Uno de ellos, el único que sigue abierto en Madrid, se encuentra en la calle Narváez y fue abierto por una pareja de crevillentinos en 1910.
Sus bisnietos Miguel y José siguen al pie del cañón elaborando agua de cebada con cereal tostado, azúcar moreno, agua y un toque de limón. Ahora las pajitas para beber ya no son de centeno, pero el sabor sigue siendo el de aquel refresco tradicional que alegró miles de verbenas.
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