Jaime de Armiñan, en 2014, con su Goya de Honor. AFP

Todas las despedidas de Jaime de Armiñán: el Cine Miramar cierra sus puertas para siempre

El cineasta de origen asturiano, fallecido este martes en Madrid a los 97 años, era un irónico orador que siempre encontraba la palabra adecuada para cada momento

Miguel Rojo

Gijón

Miércoles, 10 de abril 2024

Era todo un personaje. Jaime de Armiñán, «asturiano de Grao» que nació en Madrid, falleció este martes a los 97 años tras una carrera de fábula en la que trabajó con los grandes actores y actrices del cine español, optó a dos Oscar, se llevó un Goya de Honor por toda su carrera y dejó en la memoria colectiva de los españoles decenas de títulos inolvidables, como 'Mi querida señorita', en el cine, y 'Juncal', en la televisión. Con el paso de los años, este rechonchito señor de barba y pelo canos se volvió un poco gruñón. Gruñón de estos con encanto, porque siempre sabía de lo que hablaba y, sobre todo, lo que quería. Taurino confeso, se quedó el año pasado con las ganas de volver a El Bibio, lugar en el que confluían dos de sus amores: Gijón, la ciudad con la que entabló una relación a través del diario EL COMERCIO, donde escribió una columna sobre cine entre 2005 y 2014, y los toros. Era don Jaime de esas personas que llenaba una sala según entraba, y todo el mundo estaba pendiente de él hasta que, con alguna frase lapidaria, se despedía. Era todo un especialista en decir la última palabra.

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Había cumplido 97 años el 9 de marzo, y fue precisamente aquel día la única vez que , a lo largo de toda su vida, le ingresaron -estuvo varios días- en un hospital. Tenía algunos problemas respiratorios y se le complicaron con una infección en un riñón. Cuando a su hijo Eduardo le advirtieron de que era una persona muy mayor y que las cosas podrían complicarse, este contestó: «No se preocupen, que mi padre sale de esta. Aquí no quiere morirse». No podía ser de otra forma. Jaime de Armiñán se despidió de la vida con una jornada inolvidable, cuando él quiso. Su nieto Eduardo, del mismo nombre que su padre, está rodando un documental sobre el abuelo. En los últimos meses, a pesar de que la cabeza ya no iba como solía irle, el joven cineasta se convirtió en su sombra. Habían vivido una temporada juntos y había una gran complicidad entre ellos. Como hacía buen tiempo, este pasado lunes se fueron al Retiro, a rodar unos planos. Fue un día «perfecto», nos cuenta su hijo. Abuelo, hijo y nieto, juntos, hablando de cine, jugando con la cámara, todo fueron sonrisas. Cuando acabaron, Jaime de Armiñán se fue a comer con la persona que lo cuida desde hace años. Decidieron comer fuera. Un día era un día... «Después se echó a dormir, y se fue feliz, sin sufrimiento alguno, varias horas después. Dejó de respirar en su camita», explica su hijo Eduardo. «Fue como si se despidiese de nosotros», dice sobre aquel día de rodaje juntos.

Corte brusco. La cámara se posa sobre Jaime de Armiñán: está sobre un escenario, ante él todo el cine español le escucha hablar. Viste -algo muy raro en él- un esmoquin negro con pajarita del mismo color, con una camisa blanca. Esa noche recibirá el Goya de Honor por toda su carrera. Como no podía ser de otra forma, contó una historia ante la audiencia, de cómo había vivido en París el despertar de su adolescencia, de cómo veía a los chicos y las chicas besarse, cómo había embajadas con banderas rojas «que en España no se veían». Acababa de finalizar la Segunda Guerra Mundial, y entró a un cabaret lleno de soldados americanos y canadienses para ver «chicas desnudas», pero en su lugar se encontró con una actuación peculiar: dos aragoneses, hombre y mujer, bailando una jota. «Viva Aragón, viva la jota y viva el cine español», se despidió. Primerísimo plano de la cara de Jaime de Armiñán. Fundido a negro.

La siguiente secuencia de esta historia comienza con las olas de la mar de San Lorenzo, en Gijón, en un día de cielo azul que solo la primavera asturiana es capaz de regalar a los sentidos. Al abrir el plano, se ve a un sonriente Jaime de Armiñán, acompañado de su hijo Eduardo, de un periodista de EL COMERCIO y de una fotógrafa. Una cámara de vídeo le graba mientras gesticula y bromea con la gente que se queda mirando. Es mayo de 2017, y en el Teatro Jovellanos, esa tarde, se iba a proyectar '14, Fabian Road', su última película, inédita en salas, puesto que nadie había querido estrenarla. El Aula de Cultura de este periódico decidió incluirla en un ciclo dedicado al cineasta. Era una forma de rendirle homenaje después de cientos de columnas y artículos, de necrológicas de todos aquellos con los que había coincidido en su carrera publicadas en estas páginas. «Tuve una abuela actriz a la que no le gustaban los aplausos. No es mi caso», dijo para después abrir los brazos y recibir en el centro del escenario del Teatro Jovellanos, esta vez sin esmoquin negro ni pajarita del mismo color, una ovación tan prolongada como aquella que le habían dado en Madrid. «Que ustedes disfruten de la película y, si no, también pueden marcharse», dijo para despedirse del respetable en el que fue su último acto público. Después, desde la butaca, vería su propia película, por fin, en pantalla grande. Nunca había llegado a las salas, tan solo la habían visto unas 30 personas en el Festival de Cine de Málaga.

Flashback. Es el año 2014, Jaime de Armiñán escribe en su casa del barrio de Salamanca. Es la misma casa en la que acaba de fallecer, en la calle Hermosilla, cruce con Núñez de Balboa. No queda lejos de Goya, no queda lejos de Velázquez. El cineasta escribe su último Cine Miramar para el diario EL COMERCIO. Su última columna. Se publicó el 3 de octubre de aquel año. Y aquella despedida nos sirve para despedirle nosotros hoy: «Tengo la impresión de que hoy empieza el curso y soy consciente de que debo justificar mi ausencia. Lo intentaré. El Cine Miramar tenía que hacer algunas reformas: cambiar la tapicería de las butacas, modernizar el bar, que estaba anticuado, viejo, y el vestíbulo y los baños, donde nadie se bañó nunca. Y no hablemos de la sala de proyección que ya no existe, ¿de quién es la culpa? Del verano. El verano es una estación muy peligrosa, y no digamos el veraneo. Breve y dramática pausa. Yo no veraneo y ustedes tampoco: es el verano quien veranea en Gijón. En todo caso me enroco en la calle Hermosilla. Allí me guarezco. Madrid, en julio y agosto, se vacía. Es maravilloso, fantástico. Ahora estamos otra vez atascados, porque ya volvieron hasta las palomas. A mí no me gustan como símbolo. Paso por los gorriones y las golondrinas pasan de mí. Personalmente tolero a las gaviotas. Me han dicho que hay gaviotas en el río Manzanares, pero no puede ser. Yo creo que son palomas disfrazadas. Corte brusco».

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