PPLL
Sábado, 24 de diciembre 2016, 18:52
El cuándo es después de 70 años de carrera, 50 después de que naciera el Festival Internacional de Cine de Gijón y, por desgracia, el día de la muerte de José Luis Borau. El dónde es el Hotel Asturias, donde hace ahora 30 años José Luis Garci rodó, con él, "Volver a empezar". Y el quién, claro, es Gil Parrondo.
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Advierten, cuando entra por las puertas blancas en el vestíbulo despejado, que «está cansado». Y sería comprensible, porque a sus 91 años, Parrondo sigue en activo (prepara una película con Carlos Saura) y lleva todo el día por Gijón, a donde ha acudido a recibir el Premio Honorífico del Festival de Cine.
«Qué bonito han dejado esto», otea tras los cristales naranjas de sus gafas, mientras que cita a Hitchcock y posa la mano sobre una columna.
Empieza la entrevista acordándose de Borau, un «gran amigo de muchos años», a los 83 años. «Fíjate», dice, «que yo pensaba que era mayor, y sin embargo le saco ocho años. Lo siento mucho».
Ante él, un vaso de sidra con una corteza de limón y dos dedos de Larios sin hielo, acompañado de una botella de tónica fría que irá volcando poco a poco. La bebida pierde su interés cuando empieza a hablar de su trabajo, de su «pasión»: director artístico. Que es, explica, «muy sencillo», adjetivo al que acudirá en muchos momentos a lo largo de la conversación. «Es hacer los decorados, hacer los fondos y lo que en el teatro siempre ha sido hacer la escenografía. Hacerlo lo más real que pueda ser y que se note lo menos posible».
En su profesión abundan los perfiles de genios que estudiaron cualquier cosa menos esa; los movidos por la pasión. Así fue su aterrizaje («muy sencillo») en el cine, una mezcla de ambas vertientes en pleno Madrid en Guerra. «Yo tenía todas mis horas ocupadas, y era completamente feliz. Era muy pequeño, no estaba en nada de bandos, estaba lejos de todos los horres que hay en cualquier guerra. Yo iba a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando por la mañana y, por la tarde, al Ateneo de Madrid, donde daban clases de idiomas. Me apasionaba la literatura, y quería poder leerla sin traducciones. Nadie me obligaba, nadie me lo pidió. Lo hacía porque quería. Era feliz».
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Se ha hecho de noche fuera de la cafetería del hotel, donde empieza a adivinarse el olor a una próxima cena en un comedor aún desierto. «No sé explicar muy bien cómo se construye una dirección de arte», explica. Está a punto de decir que es muy sencillo, de nuevo, aunque salta a la vista: ha pensado en las fotos, ha aprehendido todo el espacio antes de tomar asiento, ha estudiado los encuadres posibles al elegir mesa y silla. «Como decía, es hacer que parezca real, pero también, en ocasiones, hay que ayudar y se complica». Complicaciones que riega con un par de ejemplos entusiastas, como si Parrondo no quisiera dar rienda suelta a un monólogo demasiado extenso pero apasionante: «Jugar con las proporciones de una ventana o de una puerta, con la distancia entre paredes para que un actor dé los pasos adecuados en un momento dramático...». Y ya, y ya no cuenta más.
Es obligatorio preguntarle si de ese cine, del de los pioneros, de los "Lawrence de Arabia", de los "Doctor Zhivago", queda algo o puede quedar. «El milagro del cine», sentencia con mucha rotundidad, «siempre existirá. Siempre que haya alguien que crea en un guión, que encuentre la financiación y que lo lleve a cabo, existirá. Ya no es lo mismo, por supuesto...». Ya no es posible «construir el foro romano, porque sería carísimo». Tanto en el cine extranjero como en el español, explica.
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Y no solo por el dinero, sino porque «ya no existen obreros especializados como existían entonces. Muy buenos, con muchos años de experiencia y que hacían las cosas muy rápido y muy bien», lamenta.
Sin embargo, no necesita más de dos segundos para citar películas excelentes y que tengan menos de cinco años: Menciona "The Artist" («Tenía trampa, pero la idea es estupenda. Una película impactante») y "Los descendientes", donde George Clooney «estaba muy bien».
Aunque haya hecho casi toda su vida fuera, aunque tenga Oscars y Goyas, aquí, más de 70 años después, sentado en el Hotel Asturias tres décadas más tarde, dice que este premio honorífico «es importantísimo. Es muy distinto a los que te dan en Hollywood o en Madrid, porque las raíces, después de todo, están en Asturias. Por eso estoy muy agradecido al Festival y a lo bien que se ha portado conmigo desde hace años».
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Lo suyo sería concluir con un consejo para los que empiezan, para los que llegan, pero Gil Parrondo vuelve a tirar de humildad y de hombros alzados para ofrecer, en cambio, una idea y los tres puntales de su propia carrera: «Tanto en el cine de cuando yo empecé como en el de ahora hay algo mágico. Ahora es muy real, porque te puedes encontrar a los actores en Madrid; entonces no podíamos soñar con ver a Greta Garbo paseando por la Plaza Mayor». En cuanto a las claves, tres dedos nudosos, curtidos por la experiencia, que irá estirando en una enumeración de carrerilla: «Entusiasmo, disciplina y amor. Amor al trabajo. Nunca he sido envidioso, nunca me he quejado y he sacado el trabajo con lo que había». Suena bien. «Acudiendo a esa historia tan manida de la botella», termina, «yo siempre la veo medio llena o casi llena. O a rebosar». La que tiene ante sí, paradójicamente, está vacía. Pero el gin tonic, que saboreará con el salón ya para él solo, aún está lleno: le quedan sorbos de sobra.
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