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M. F. ANTUÑA
GIJÓN.
Jueves, 19 de julio 2018, 00:23
El viaje que la fotógrafa estadounidense Ruth M. Anderson realizó a Asturias en 1925 para documentar la cotidianidad de la región para la Hispanic Society se muestra ya en forma de fotografías en el Centro de Cultura Antiguo Instituto de Gijón y en la Casa Natal de Jovellanos, pero se revela y se detalla aún más en el libro homónimo editado por KRK. Es mucho más que un catálogo que muestra las maravillosas instantáneas; reproduce también las cartas que aquella treintañera norteamericana que viajaba junto a su padre le envío a su madre en Estados Unidos. La primera de ellas se data el 4 de febrero de 1925 y solo tiene buenas palabras para la región, que le permite, por primera vez en su viaje a España, disfrutar de la calefacción en el hotel. «La gente nos trata muy bien en Oviedo. Mañana vamos de excursión con un señor para ver una antigua iglesia enlas montañas en Pola de Lena. Vamos en coche 34 kilómetros y luego caminamos tres o cuatro a pie. Aunque no conozco el tipo de carreteras, seguro que son mejores que los caminos rurales gallegos porque Asturias es más moderna», contaba entonces.
Desde el Nuevo Hotel París, donde se alojaba, le habló a su madre de su trabajo para fotografiar en la Catedral de Oviedo un libro del siglo XI de los testamentos de los reyes del siglo IX que donaron «maravillosos regalos a la iglesia». Ilustrado con pintura al temple, con dorados y plateados, encandiló a Anderson, preocupada entonces por el conocimiento de la Historia de nuestro país, pero también por su propio aspecto físico. Intentaba no comer más mantequilla de la cuenta para no «perder mi figura de jovencita». Procuraban padre e hija controlar las comidas y eso que el trajín en el que vivían era considerable y justificaba cualquier exceso de calorías. Siempre de aquí allá, siempre cargando el equipo y sin coche, pero siempre también descubriendo tesoros y lugares impresionantes. «Cudillero es un lugar de lo más extrarodinario y hemos pasado un día hermoso», escribió a su madre el 8 de marzo de aquel 1925.
En abril redactaba una nueva misiva en la que daba buena cuenta de cómo eran sus azarosos días asturianos: «Ojalá que pudiese enviarte una fotografía del carro que nos trajo a padre y a mí a Llanes», cuenta. Y relata después cómo fue aquel periplo que comenzó en Gijón. En la ciudad se les complicó la faena, trabajaron hasta última hora, empaquetaron la cámara y el equipaje y acabaron por acudir al lugar equivocado. «Llegamos a la estación peligrosamente tarde, solo para que nos dijeran dos mozos, uno sobrio y otro ligeramente ebrio, que estábamos en la estación equivocada. Me di la vuelta más bien desesperada para recoger a padre que iba detrás de mí y entonces apareció este bendito carro de dos ruedas, en el que un simpático muchacho nos acogió sin preguntas», narró. Con la «paciente mulita» trotando como podía, dieron con la estación y el tren correcto. Y, por fin en Llanes, la experiencia mereció la pena. Llegaron el domingo de Ramos y asistieron a la misa de nueve, con hombres, mujeres, niños y niñas llevando ramas verdes. «En Gijón y Oviedo vendían palmas descoloridas de aspecto caro, pero aquí en Llanes cada uno había arrancado su propia rama natural del árbol más cercano, y me pareció que de igual manera sucedió en Jerusalén», contaba a su madre.
Conoció en Llanes a un anciano que había viajado a Estados Unidos, padre de tres hijos marineros y que daba clases de inglés a los muchachos que querían emigran a América. También caminó hasta el paseo marítimo en lo alto del «escarpado acantilado», dio de comer «al viejo pato del casino» y se hundió en sus «confortables sillones». Se alojaban entonces en una habitación con vistas a las montañas de cimas nevadas. Era abril y quiso describir ese paisaje Ruth y enviarle algo más que letras a su madre: «He restregado esta carta con eucaliptus, ¿lo hueles?».
Esas palabras entonces manuscritas y hoy impresas dicen mucho de esta mujer nacida en Nebraska en 1893 y fallecida en Nueva York 90 años después. En 1921 comenzó a trabajar para la Hispanic Society of America que Archer M. Huntington había fundando apenas 16 años antes con el ánimo de velar por la cultura hispana. Ruth había heredado de su padre, Alfred T. Anderson, la pasión y el oficio de la fotografía. Y juntos emprendieron aquel viaje a Asturias que hoy se revela como una fuente no solo magnífica sino también única de información. Entonces, cuando emprendió su aventura española, tenía claro lo que quería hacer pero seguramente ignoraba aún la trascendencia futura de su obra: «Mi padre, Mr. Alfred. T. Anderson y yo, Miss Ruth Matilda Anderson, somos vecinos de Kearney, Nebraska, los Estados Unidos de América. Hemos venido a España para que yo pueda comprar y hacer, para estudiar y publicar en los Estados Unidos de América, fotografías de los elementos distintivos de la vida y del arte españoles (....), los elementos únicos y variados con que España ha contribuido a la civilización y la cultura del mundo», escribió en otra misiva, esta vez a la Dirección General de Bellas Artes de Madrid, para obtener el permiso para realizar su trabajo.
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