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Rafa Rollón da la vuelta a la pintura, en la galería gijonesa Bea Villamarín. Hasta el 9 de diciembre, invade la sala con su exposición 'Otarter', un título misterioso que, si se leyera del revés, perdería ese halo de intriga porque lo que quiere decir ... el artista es que en esta muestra hace retratos. Pero no son retratos al uso de ojos, sonrisas y bocas torcidas, sino que él mira hacia la parte de atrás de los cuerpos, a la cara B de las cabezas, y da lugar a una muestra «en la que la mayoría de las figuras están vistas desde atrás», tal y como explica.
Además, no son figuras sacadas de la calle, sino del cine porque él coge fotogramas «y los mezclo porque me parece que tienen algún motivo en común». De esa manera, aúna su pasión por el séptimo arte y por la pintura y consigue crear «un diálogo» entre estas dos disciplinas que aquí tienen mucho que ver. «Cuando sacas los fotogramas de las películas, los sentidos se multiplican», reflexiona.
Totalmente descontextualizadas, las escenas pueden ganar nuevos significados que engrandecen el valor de la obra y, quizá, lo alarguen. «Mis cuadros tienen mucha información, pero no sé si eso hará que envejezcan mejor», se ríe y piensa, por ejemplo, en 'El jardín de las delicias', de El Bosco. «Es interminable por todo lo que contiene».
Hay muchos puntos en los que fijar la mirada y eso hace que todas las imágenes sean «polisémicas», apunta. «Muchas veces me ha pasado, después de pintar un cuadro, que me he dado cuenta de detalles que, a veces, son inconscientes». Además, «una imagen te puede provocar unas sensaciones y, dentro de un año, provocarte otras totalmente diferentes».
En cada momento, el arte despierta algo distinto en quien lo contempla y también en quien lo hace, que, a ratos, hasta se enfada con su propia obra. «Pintar es muy chungo», reconoce Rollón. «Lleva un tiempo y una dedicación y, muchas veces, las cosas no salen. Sobre todo, con estos cuadros que son muy elaborados y eso hace que, a menudo, salgas del estudio frustrado».
Es un sentimiento que se evapora rápidamente porque los trazos también tienen algo de adictivo y ese algo hace que el creador se reconcilie con las dificultades del arte. «Pintar no es poner colores en el lienzo», reivindica este creador que necesita mucho tiempo para congelar el cine y poder colgarlo de una pared lleno de significados.
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