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Kiker en su estudio. José Simal
Un viaje entre seres y sueños

Un viaje entre seres y sueños

Kiker, uno de los grandes artistas asturianos de su generación, cumple mañana 75 años en plena forma creativa

Paché Merayo

Gijón

Jueves, 16 de mayo 2024, 22:31

Todo lo que hago es viejo. Siempre la figura humana, siempre sus emociones», dice Kiker para sembrar en el terreno de lo común lo que es sus manos se fue convirtiendo, poco a poco, pincelada a pincelada, en cultivo insólito. Habla así para describir como corriente lo que a todas luces era y es extraordinario. Asegura que su cuna montañesa le emparentó en sus orígenes con los lobos y las águilas. Cuenta que viajó por el mundo para volar sobre otros horizontes y que llegó a encontrarse con la pintura respirando aires, recorriendo calles y conociendo vidas diferentes. Ahora Kiker (Enrique Rodríguez Rodríguez, Aller, 1949) acabar de sumar 75 años. El calendario cierra esa cifra mañana, 18 de mayo. Una edad significativa, que celebra, pero no cumple, «me niego», dice, mientras sigue viajando, aunque ya no tanto por el Momtmartre que alimentó sus óleos primeros, ni por las aceras de Nueva York, a las que acudía cada primavera, tras su cita anual con las paredes de la desaparecida sala Van Dyck. Siempre para volver a empezar. «Una vez más». Hoy ese sigue siendo su mantra. «Continuamente estoy en el comienzo del camino. Cada día me sorprendo volviendo a empezar, volviendo a poner trazos sobre la misma búsqueda».

Y es, precisamente, esa cruzada, esa voluntad constante de hacerse preguntas, la que le mantiene en su estudio a diario y la que, después de muchos años, le volvió a llevar el último diciembre a la 'gran manzana', donde fueron creciendo los seres que habitan su obra, las metas que los vestían y siguen envolviendo y el sarcasmo que los inunda. Ahora en este mayo tan lejano al primero en que le atraparon sus luces estaría con las maletas preparadas y las libretas en blanco esperando ansiosas la nueva prueba. Esos cuadernos que completaba con voracidad al otro lado del Atlántico y luego convertía en joyas encuadernadas con texto manuscrito. Libros de artista abrochados, a veces, con cordón coronado en azabache, tallado a mano.

En ellos, como en toda su obra, la capacidad de sorprender, la habilidad para fundir sueños con verdad, es inconfundible. Una capacidad que se nutre también de crítica con tintes burlescos, en ocasiones casi esperpénticos; que narra pesadillas por las que salen monstruos al paso de sus anhelos, sátiros con mirada excitada, un tanto gótica, y realidades que para otros serían inabarcables.

Rodeado ahora de todo ese universo creado por él, Kiker mira a su pasado y no solo ve pintura y escultura. En tanto tiempo y tanto trabajo podrían discurrir casi dos vidas. La que halló en los pinceles y la que les precedió y casi predijo. Cuando piensa en ese otro tiempo recuerda la orografía privilegiada de su niñez o los juegos, un poco abruptos de sus años en Moreda, donde las contiendas con otros niños eran a pedradas, y las cuadrillas en las que él encajaba como hechicero, porque ese rol «se completaba con potingues y pinturas», las formaban indios o vaqueros. Ya empezaba entonces a poner la mirada en su futuro.

No tenía 10 años Kiker cuando su padre, minero, le ayuda a hacer realidad su primer sueño de pintor «una mesa con caballete y un espacio para biblioteca que yo mismo diseñé». Le compra pinceles y pinturas. De ese primer envite salen infinidad de dibujos. Ya no pararía de contar con ellos lo que veía. «Nunca salía sin mi cuaderno y mi lápiz, ni sin mi navaja», dice haciendo apunte, casi sin querer, de que no todo era crear sobre el papel. Entre dibujo y dibujo también hay tiempo para jugar al fútbol, a las chapas, a los cromos y para bañarse en lo que llamaban el Benidorm del concejo. Ese territorio de niño pronto se queda atrás, aunque con el tiempo volvería allí para abrir su estudio. El taller de Cabañaquinta que se convierte ya para siempre en el principal testigo de su talento.

Con 14 años la familia se traslada a Gijón y en cinco veranos más, con solo 19, Kiker se escapa al París que acababa de pasar por el mayo del 68. En su maleta, una carta de la madre del ya entonces afamado pintor Orlando Pelayo para su hijo. El maestro vivía y pintaba en la ciudad de la luz. Recuerda que nunca se la entregó. Se pasaba la noche pintando en las calles, a la sombra del Sacre Coeur. De día se nutría del ambiente artístico y descubría a grandes pintores.

A su regreso a Gijón vende sus tres primeros cuadros por 17.000 pesetas y no hay marcha atrás. En 1969 cuelga su primera exposición individual en la Caja de Ahorros. Era un jovencísimo pintor al que ya se le habían abierto todos los sentidos ante el mundo del arte. Desde entonces y hasta 2017 mantuvo una cita prácticamente anual con las paredes públicas. En las asturianas y en las de la capital. En Arco fue protagonista en dos ediciones. Pocos creadores han sido tan prolíficos como él, que, en 1992, inicia una más que fructífera y duradera relación con la sala Van Dyck, precedente de la actual galería Aurora Vigil-Escalera, donde inauguró su última monográfica. Pero es en el desaparecido espacio de la calle Menéndez Valdés donde va mostrando como su orbe se agranda. Allí exhibe el alucinante viaje por el ser humano en el que aún continúa y allí va desnudándose como pintor con mayúsculas. Exposición a exposición, cada una fruto de una nueva experiencia interior y de un renovado encuentro con Nueva York, deja ver Kiker cómo van creciendo metas y reflexiones, mientras amplia un palmarés que supera con mucho la veintena de premios.

Creador de imaginación sin límites, se ha pasado la vida redoblando intenciones y búsquedas, jugando con el azar y el orden y en cada paso creando una galería de seres asombrosos, trazados con auténtica pericia y aguda fantasía. Se define pintor, pero no puede negar que ha dominado el volumen. En cada disciplina que toca lo que importa, ya sea sobre lienzo, papel, madera tallada, bronce, carbón o azabache, es hablar sobre la seducción entre seres humanos. Contar el amor, al que ha dedicado odas, y el sexo, al que ha mostrado a todo color y plenitud. Lo ha hecho en cuadros y esculturas, pero también en libros de artista. Un formato que primero fue divertimento y pronto una tradición. «Haciendo libros estoy ahora», dice. Lo cierto es que logró siempre convertir ideas en ejemplar de coleccionista, incluida una baraja de naipes, que, enfundada en tapas de libro y magia esotérica, mezcla sus maneras pictóricas con los arcanos mayores del tarot. Cuando centraba su genio en el grabado, que, como todo en él, llevaba su especialísimo marchamo de obra mayor, le salían hermosos estuches de serigrafías. En realidad, nada en Kiker, al que nunca le gustaron los focos, se mueve en ese territorio de lo común del que, pese a lo sorprendente de su obra, asegura no haber salido. Todo en este creador, que sigue viajando por la vida, el mundo y el arte, es sin lugar a dudas, excepcional. Y así seguirá siendo.

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