Toda la biografía y rica bibliografía de Gustavo Bueno, cuya muerte nos ha dejado un enorme vacío intelectual, está marcada por la polémica. Una polémica tan diversa y variada como correspondía a su amplia cultura puesta durante muchas décadas al servicio de la crítica y el inconformismo más profundo. Fue sin duda uno de los grandes filósofos de nuestro tiempo y quizás el que más aportó al debate intelectual en torno a las cuestiones más importantes del presente, empezando por su oposición a la integración de España en la Unión Europea.
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Escuchándole a veces desarrollar sus teorías y leyendo sus libros enseguida se ganaba el título de intelectual cascarrabias que algunos le atribuían. Cascarrabias desde luego cuando rebatía las ideas de sus adversarios dialécticos o exponía sus tesis lo mismo da que se tratase de su ateísmo católico que de la basura audiovisual, uno de los temas que en los últimos tiempos le enardecían. Pero en la práctica, Gustavo Bueno era una persona encantadora en el trato y generosa como muy bien recuerdan sus discípulos.
Nadie de cuantos le han tratado por mucho que discrepasen de sus teorías deja de reconocer su privilegiada capacidad para encontrar siempre hábiles y bien documentados sus argumentos en cuya exposición derrochaba talento. Argumentos cambiantes con relativa frecuencia, tanto que para unos era un nacionalista de rancia escuela, para otros un marxista y, desde luego, para todos un inconformista redomado. En su profunda formación había fundamentos de Platón, de Marx o de Hegel, pero en su pensamiento imperaban sus propias ideas y deducciones.
Por eso quienes intentaban minimizar su talla intelectual criticaban con frecuencia su heterodoxia global, que lo mismo entusiasmaba que sorprendía. Incluso despertaba reacciones violentas entre energúmenos incapaces de valorar sus aportaciones. Mientras unos le acusaban de marxista, otros lo calificaban de fascista e islamófobo. Energúmenos de la misma ralea, como los maoístas que le apedrearon en la Universidad de Barcelona porque, según ellos, apoyaba al comunismo soviético o los matones de la extrema derecha que incendiaron la sede de su Fundación en Oviedo, aparecen entre los enemigos de su predisposición al debate y su rechazo al dogmatismo.
Sin olvidar hechos tan lamentables como la negativa del Claustro Universitario de Oviedo, donde había ejercido durante varias décadas una de las cátedras más brillantes y creativas Fundamentos de Filosofía e Historia de los sistemas filosóficos, de nombrarle profesor emérito a raíz de su jubilación académica o, ya en democracia, la prohibición inicial, decretada por el ministerio de Educación, de su libro Simploke destinado a la juventud, lo cual propició una de las muchas polémicas en que se vio envuelto.
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Resumir su legado es casi imposible. Sus libros lo perpetúan lo mismo que muchas tesis universitarias que profundizan en su obra y memoria. Entre todo lo que ha aportado, es sin duda su desarrollo en torno al Materialismo Filosófico sobre el que ha sentado escuela: una forma de abordar el materialismo tradicional pero desde aspectos más elevados y más apropiados para analizar el materialismo que todos conocemos y que tanta influencia ha conseguido imponer en los tiempos que nos ha tocado vivir.
Aunque había nacido en La Rioja, algo de lo que siempre se sentía orgulloso, en su vida pública casi siempre se consideraba y era considerado asturiano, la tierra donde se afincó de muy joven, donde desarrolló su fértil aportación intelectual a la sociedad española y donde falleció, pocas horas después de su mujer, Carmen Sánchez Revilla. Asturias tenía en este hijo adoptivo a uno de los valores más reconocidos tanto en España como en otros países desde Alemania a China donde se publicaron sus libros y ofreció conferencias y lecciones.
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