Se los veía todas las tardes, a eso de las cuatro y media: el filósofo, la asistente extranjera empujando la silla de ruedas y su esposa Carmen Sánchez, sentada en ella, bajar muy despacio la ovetense avenida de Colón. Seguían por Marcelino Suárez, subían por Alejandro Casona (empinada cuesta), llegaban hasta la plaza de toros y regresaban, por Fuertes Acevedo, a su domicilio de la avenida de Galicia (frente a su Fundación). Fue el camino de siempre del escritor, tras la comida, siempre a paso ágil y, a veces, dando palmadas, ejercitando un cuerpo que se negaba al paso del tiempo. Llamaba la atención Gustavo Bueno, cogido fuerte a la mano de su señora, y ella, sí, moviendo la boca (las secuelas del ictus le impedían la comunicación), asida a esa garra firme que la sujetaba a la vida, la de su marido, por donde no sólo comenzaba el viaje al pasado, sino al presente mismo, al momento inmediato, a la supervivencia y el cariño. El filósofo -muchas tardes los observé- no dejaba de hablarle, de pasarle la otra mano por el rostro, de decirle cosas muy bajito. De vez en cuando se acercaba gente, fans del escritor, viejos alumnos, y le escuché como solía interpelar al recién llegado: «Sí, sí, me acuerdo perfectamente de usted en las clases». Quién sabe si coquetería, o una respuesta fácil, o un ayer que jamás se marchó

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Rendido en la enfermedad conyugal, entregado al límite, mucho se comentó en los círculos intelectuales ovetenses: la mujer había perdido el habla, y era don Gustavo quien veía con ella la televisión, jugaban al dominó, una dedicación donde escritura y obra pasan a un segundo término, en asedio por la enfermedad, y era el amor y su dedicación el sol vivo y encendido de cada jornada. Lo dijo Cela de Marina: «Mi peto y mi espaldar». Amor más fuerte que la vida. En esos paseos, justo al final de la avenida de Colón, se le veía al filósofo, frecuentemente, comprar bolígrafos Pilot, dos o tres, guardados en la solapa de la gabardina como joyas, como amuletos de una escritura, que, sospechamos, no podía irse, estaba ahí como en el verso (poética) de Rimbaud: «La escritura, esa hiedra íntima». Hiedra que no deja de hacerse más grande, madreselva que trepa y trepa por la fachada de la mansión del sufrimiento, movimiento vegetal que no deja de expandirse, de crecer hacia lo alto y lo hondo, pura energía y lava de ardiente vulcanología

Ahora, la noticia llega como infarto, don Gustavo Bueno ha muerto. El demiurgo de la Teoría del Cierre Categorial, el teórico de la Telebasura y tantos otros temas sociales (El mito de la Cultura), de la religión como historia y ciencia (El animal divino), el teórico de la izquierda, el marxismo y un nuevo viaje, según tantos, hacia la derecha. Creemos la obra intelectual ajena a la vida, pero no hay más vida que ella. La pareja era, fue la auténtica base de un pensamiento que consiguió ser internacional. Bromeaba Doña Carmen, en viajes al extranjero con amigas: «¡Tengo que descansar de los Bueno!». Fue el filósofo «sublime sin interrupción», en el decir de Baudelaire, y ello, sin mayores aspavientos, solo expresa una razón: no rebajarse, no descafeinarse, mantenerse en temperatura de densidad, ir a más y, como decía y me recordaba hace poco Susana Rivera, viuda de Ángel González, ese clima de entrega auténtica: «Donde la vida se doblega, nunca». Don Gustavo era el impulso y Doña Carmen el freno: esa agitación permanente e in crescendo de Bueno, medrando en el discurso hasta la pura alucinación, hasta el fanatismo de uno mismo, que, realmente, es la máxima poesía, el más feroz resplandor, donde se llega a más, dentro de sí mismo, sin dejar de multiplicarse en todas clase de frecuencias. No era una pareja, sino la obra entera.

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