Borrar

Leyendas de museo

Alejandro Carantoña

Martes, 2 de diciembre 2014, 17:23

La idea era visitar todos los museos de Asturias para hacer una suerte de guía. Un plan apetecible, hasta que resultó que había más de ciento veinte. Era el año 2012. Ciento veinte edificios, chigres o garajes con tal denominación, o la de Centro de Interpretación. «Pero no todos son museos», lamentaba la directora de uno. El Principado y los ayuntamientos no opinaban lo mismo: de las cuatro decenas que llegué a visitar, solo un ínfimo puñado subsistía sin dinero público. El más memorable de esta categoría era el de la Cera-Infanzón, una casona en San Esteban de Relamiego, cerca de Tineo, en la que su fundador, Celestino de la Cera, trabajaba en un nuevo proyecto: un seiscientos (de verdad) con Carrillo y Fraga en los asientos delanteros y, en la parte de atrás, Felipe González retozando con, ejem, la Pasionaria. Era de lo más refrescante, entre un océano de paneles explicativos.

Hace dos semanas, en las páginas de este periódico volvió a primera plana el asunto de los museos, a raíz de una iniciativa de la Asociación Sendas de Asturias que cifraba en 72 millones de euros los fondos mineros embutidos en proyectos culturales defenestrados, inútiles o nonatos. Metía el dedo en la misma llaga que, entre otros, los grupos de trabajo de Open Lands que recorren y documentan los espacios en desuso en la región de la mano de AlNorte.

Esta era una de las pocas burbujas que nos quedaban por pinchar. Los escándalos por todos sabidos y nadie investigados empezarán a precipitar el fin de esa cultura de hacer las cosas y de esa manera de hacer cultura, con la caída de José Ángel Fernández Villa y, esperemos, de toda la 'troupe' como hito fundacional. Lo cultural estaba alimentado por un círculo vicioso y viciado similar a los que desembocaron en ruina total en el terreno económico. Hasta que llegaron las rebajas: antes, mientras que la generación asturiana mejor preparada de la historia asistía a construcciones faraónicas y era bautizada como «leyenda urbana» (léase emigrada voluntariamente de esta tierra de oportunidades), el ayuntamiento más recóndito podía abrir un museo, fletar ni se sabe cuántos autobuses escolares a la semana y ofrecer unas espectaculares cifras de mil, dos mil, cinco mil visitantes anuales (obviando que tuviesen doce años).

Poner sobre la mesa este asunto -a más visitantes, mayor subvención; a mayor subvención, más autobuses- es empezar a ventilar uno los últimos bastiones que le quedaba al viejo mundo, al del firma aquí que es un contrato estándar, al de no te preocupes que esto lo hace todo el mundo. Ese es el plan: que entre el aire, descubrir las cartas, desterrar lo viejo, lo ajado.

Ese «ellos» que hace tan solo dos años se podía blandir con comodidad tras una pancarta o una cuenta de Twitter y ese hambre de ponerle fechas muy concretas a los cambios ya no valen. Ya no vale hablar de «ellos», se llamen Pedro, Pablo, Mariano, Javier... o José Ángel, porque tenemos que ser «nosotros». Integrados, conscientes, vigilantes y al acecho de lo que están haciendo nuestros mayores. Más allá de ideologías, partidos y algaradas varias, es importante que ya no seamos leyenda, leyendas de museo. Para no acabar, esencialmente, en el asiento de atrás de un seiscientos.

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcomercio Leyendas de museo