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Hace una semana, Gijón acogía un evento bastante interesante: el XII Congreso Mundial de Bioética. En él se discutían las implicaciones de la edición génica mediante la tecnología CRISPR, desarrollada por Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna, Premios Princesa 2015 y Premio Nobel en 2020. Pero, ¿por qué debería importarnos?
A diferencia de otras tecnologías de edición del ADN, CRISPR nos permite ser más precisos, modificar nuestros genes en puntos concretos, con menos efectos secundarios indeseados. Esta técnica nos ha permitido «apagar» y «encender» genes investigando enfermedades de origen genético, como el cáncer, la anemia faciforme o numerosas enfermedades raras. Estas modificaciones de genes en investigación son cruciales para entender cual es su papel en el desarrollo de estas patologías. Prácticamente no existe conflicto ético sobre su uso en investigación, excepto por el uso de animales de experimentación, que no es exclusivo de estas técnicas.
Pero con CRISPR hemos ido más allá, actualmente se utiliza también para curar. El desarrollo de inmunoterapias contra el cáncer, como las cada vez más famosas CAR-T cells, requieren del uso de esta técnica. Y hace tan solo unos meses se aprobaba el uso de CRISPR en el tratamiento de la anemia falciforme, que afecta al 5% de la población mundial. Esto pueden parecer buenas noticias, pero estas terapias son, probablemente, las más inaccesibles a nivel mundial. Mientras en España recibimos tratamientos con CAR-T cells en la sanidad pública, sí, incluso en Asturias, en lugares en los que no se limita a nivel público el precio de los fármacos estas terapias ascienden a millones de dólares por paciente.
Ese fue, probablemente el tema central del debate, un tema que nos afecta a todos, si la tecnología permite que nos curemos pero esas curas no son accesibles, ¿estamos siendo éticos?
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