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M. PICHEL / R. ARIAS
AVILÉS.
Domingo, 19 de noviembre 2017, 01:20
Hace 105 años que se abrió la primera estación de tren en Buenos Aires. Casi al mismo tiempo, y casi como una señal, Josefa Fernández González nacía en Avilés. Ambos acontecimientos parecían muy lejanos, pero unos años más tarde, un largo viaje llevó a Josefa ... hasta la capital argentina, donde se estableció definitivamente y donde ha cumplido los mismos años que el tren, convirtiéndose así en una de las personas más longevas de un país en el que abundan las centenarias e incluso ha albergado en algún momento a la persona más vieja del mundo.
A Josefa le sigue funcionando la cabeza, que aún guarda recuerdos de sus primeros años en la villa del Adelantado. Sus secretos para haber llegado así de bien a una edad a que ni siquiera aspiran la mayoría de los mortales se resumen en dos: «Siempre comí de todo y llego hasta acá porque Dios quiso». Así de simple.
A Argentina llegó en el año 1935 con su marido, un avilesino que había emigrado y que, en uno de sus viajes a Asturias se enamoró de Josefa. Se casaron y cruzaron juntos el Atlántico, y Josefa dejó atrás toda su vida, a sus siete hermanos. Puso el primer pie en Buenos Aires, en el barrio de Palermo, donde se asentó a su llegada, un 15 de diciembre, a pocos días de unas fiestas navideñas que se le hicieron muy extrañas.
Desde entonces pocas veces volvió a Avilés y a la parroquia de Valliniello, que ella sigue llamando Navarro, en la que vivía. Solo regresó en media docena de ocasiones para visitar a su enorme familia, aunque de aquello hace ya mucho. Pero a pesar de la lejanía, Josefa fue capaz de mantenerse en contacto con sus hermanos. Uno de ellos, curiosamente, acabó también emigrando a la misma Argentina al finalizar la Guerra Civil.
De Avilés aún guarda unos cuantos recuerdos, unos más vivos y otros menos. Se recuerda a sí misma jugando a las cartas, saltando a la comba o haciendo muñecos de nieve, algo que las generaciones actuales apenas han podido probar en la ciudad. Recuerda su escuela, al lado de la iglesia, a sus amigos de aquella época e incluso a un novio anterior a su marido que se llamaba Ramiro «y otros de los que no recuerdo el nombre». Y se acuerda también las canciones de su niñez aunque no le guste cantar.
De aquello ya no queda nada, y en 1935 todo cambió para ella. Los primeros tiempos fueron muy duros. «Sufrí mucho», reconoce, y eso a pesar de que por aquel entonces en Argentina se vivía «muy bien económicamente», mientras que en Avilés subsistían gracias a las labores del campo. Tuvo que acostumbrarse a un acento diferente, a una moneda diferente y a algunas costumbres también distintas, aunque ella siguió manteniendo algunos hábitos asturianos, sobre todo en la cocina, donde acostumbraba a preparar «fabada, bollo con sardinas y empanada».
A eso, y a cuidar a su familia, es a lo que Josefa se ha dedicado durante toda su larga vida. Hoy tiene dos hijos, dos nietas y seis bisnietas. Y aún se le vuelve a la memoria de vez en cuando alguna imagen de Avilés, de sus calles, sobre todo de la de Rivero, y de su prima Olga, que vivía en la villa y a la que visitaba todos los lunes de mercado. «¡Yo nunca me olvidé de España!», asegura.
El trago de haberse separado para siempre de su familia, de sus amigos y de su tierra natal le ayudaron a sobrellevarlo otros emigrantes, procedentes de Candás, que también recalaron en Buenos Aires y con los que acostumbraba a reunirse para charlar. En ellos encontraba el calor que había perdido en el viaje transoceánico. Josefa aún mantiene el interés por la ciudad que la vio nacer, a la que ahora solo ve gracias a las fotografías que le llegan. «La veo cambiada pero muy linda», dice.
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