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BÁRBARA MENÉNDEZ
Jueves, 20 de abril 2017, 08:50
Hace exactamente cien años, los avilesinos continuaban tratando de asimilar el espeluznante suceso que había tenido lugar un par de días atrás, la tarde del 18 de abril de 1917, en la Peña de San Lázaro, en la vertiente norte del monte de La Arabuya. Allí fue encontrado al día siguiente el cuerpo inerte del pequeño Manuel Torres Rodríguez, de apenas ocho años de edad. Por si el episodio no fuese lo suficientemente escabroso, los investigadores del caso pronto determinaron que la víctima se había desangrado por completo; en el cuello presentaba dos grandes heridas que indicaban que alguien se había bebido toda su sangre.
Ahí comenzó la leyenda del 'vampiro' o 'sacamantecas' de Avilés, apelativo nada honroso que los medios y la opinión pública otorgaron a Ramón Cuervo, también conocido como Ramón de Paulo, asesino confeso de 'Manolín'. No obstante y a pesar de los numerosos testigos y pruebas en su contra, este vecino de Llanera emigrado a Cuba tardó varios días en admitir la autoría de un crimen planificado a la par que bastante aleatorio en lo que se refiere a la elección de la víctima.
Poco o nada se imaginaba el padre del pequeño, José Torres, el macabro desenlace que tendría la desaparición de su hijo. Él mismo fue el encargado de dar la primera voz de alarma cuando se dio cuenta de la desaparición de su vástago; tan solo unos minutos antes del cierre de edición de LA VOZ DE AVILÉS, el hombre se acercó a la redacción del periódico, situada por aquel entonces en la actual calle de La Ferrería, para denunciar la ausencia de Manuel. Lo último que había sabido de él es que se había marchado junto a un desconocido por el camino de La Magdalena a La Ceba.
Este diario reflejaba la angustia de un hombre que apenas unas horas después, sobre las ocho de la mañana del día 19, vio cómo se cumplían los peores presagios con la aparición del cadáver de su hijo. Fue una vecina de la familia, Etelvina Suárez Flórez, quien descubrió la horrorosa escena. Primero Alberto Carreño, médico forense del Juzgado de Instrucción, y después José Suárez Puerta y José López Ocaña, expertos encargados de llevar a cabo la autopsia, certificaron que el niño había muerto desangrado. El violento 'modus operandi' pronto evocó otros siniestros crímenes de la época, como el de Gádor en Almería o los del Carrer Ponent en Barcelona.
Todos ellos sacaron de nuevo a la luz los mitos y fábulas existentes en torno a los 'hombres del saco' o 'sacamantecas', una terrorífica figura creada por el imaginario popular propia de los cuentos infantiles que pronto traspasó la frontera de la ficción. Sin embargo y alejándose de los sucesos paranormales, este asesinato no respondía más que a la vehemencia de un hombre desesperado por encontrar una cura a una enfermedad tan mortífera como era por aquel entonces la tuberculosis.
El joven Ramón Cuervo, que tenía unos veinticinco años en el momento del suceso, había partido hacia Cuba cuando todavía era muy pequeño con la esperanza de prosperar económicamente como ya habían conseguido muchos indianos. Todas sus previsiones se vinieron abajo cuando en 1914 le diagnosticaron tuberculosis pulmonar, una sentencia de muerte según todos los médicos, que le recomendaron permanecer en la isla por los beneficios del clima cálido para su frágil salud.
Atormentado, Cuervo acudió a un curandero negro que respondía al nombre de Francisco. El brujo, tras llevar a cabo un ritual de sanación con el sacrificio de una gallina incluido, le advirtió de que sólo se curaría por completo si bebía la sangre fresca de un niño sano directamente de su yugular. Aunque al principio se mostró reticente e incluso se negó al ofrecimiento del santero para conseguirle una víctima, el joven natural de Llanera volvió a Asturias con el convencimiento de llevar a cabo el malévolo plan; el desdichado Manolín tuvo la mala suerte de cruzarse con él durante su particular 'caza' y el resto ya es historia.
Un desenlace inconcluso
Fueron necesarias las declaraciones de hasta cuatro testigos, sin contar las de los niños que estaban jugando esa tarde con Manuel Torres cuando el asesino le engañó a cambio de un mísero real a fin de que le acompañase, para inculparle. Ante la persistente negativa de Cuervo, los investigadores autorizaron la realización de una prueba de heces, técnica aún experimental en Asturias. Los resultados confirmaron que presentaba una gran cantidad de sangre en su organismo, sólo comprensible por una ingesta masiva.
Finalmente, el sospechoso se vino abajo y confesó todos los detalles de su crimen al juez que él mismo reclamó mientras permanecía detenido en la prisión local. Era 23 de abril de 1917. Menos de un mes después, el 12 de mayo, otro juez ordenó que le trasladasen a una prisión en Oviedo. A partir de esa fecha nada más se supo de Ramón Cuervo; unos dicen que saltó del carro, otros que murió enfermo en la cárcel. Su caso no fue más que la confirmación de que no hay monstruo más peligroso que el ser humano.
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