C. DEL RÍO
Lunes, 1 de junio 2015, 00:21
Cuando Telva nació reinaba Alfonso XIII y Antonio Maura presidía el primero de los más de veinticinco gobiernos que ha conocido Etelvina Fernández Suárez, Telva, en su Miranda natal. No los recuerda o no quiere hacerlo porque cuando una ha vivido más de un siglo se vuelve selectiva con sus memorias. Los malos recuerdos quedan por el camino y solo los buenos afloran para felicidad de esta enérgica centenaria, la mayor de Avilés, y de sus jóvenes cuidadoras en la residencia Larrañaga, que disfrutan con sus bromas y el remango de una mujer con chispa en la mirada.
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Nacida el 19 de noviembre de 1907, es la mayor de las quince centenarias que según el INE viven en Avilés. A Telva, a sus casi 108 años, solo le falla el oído. El resto del cuerpo le funciona como un reloj. Lee sin gafas y desprecia el bastón para caminar «porque es de viejos», dice, y ella será mayor pero no vieja, lo que se dice vieja solo lo es en el carnet de identidad. El espíritu, la cabeza, las ganas de vivir, comer y hablar son los de una persona con, al menos, 37 años menos.
Hasta hace seis meses, Telva vivía sola en su casa del centro de Avilés. Había dejado la casería familiar en la que nació en Miranda por un piso más pequeño, manejable y con servicios próximos, cercano a la iglesia de Santo Tomás de Cantorbery en la que cumple con la obligación de asistir a la misa dominical.
Acostumbrada a trabajar duramente desde niña, le sobraban fuerzas a sus 107 años para levantarse a las siete de la mañana, limpiar la casa, cocinar y fregar. Una empleada de hogar acudía cada mañana, por espacio de una hora, para echarle una mano, una presencia incómoda para una mujer habituada a hacer y deshacer sin dar cuenta a nadie.
Por consejo, más bien insistencia, médica los hijos de los sobrinos de Telva la animaron a ingresar en una residencia, donde se ha convertido en una de las internas más queridas. Sí, porque Telva, soltera y sin hijos, ha sobrevivido a varios sobrinos. Viven tres de los siete que tuvo, y que ya superan los ochenta años. Son sus sobrinos nietos Anabel, Adelina e Isabel, quienes acompañan a diario a su tía segunda.
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Años de trabajo
Telva cuchichea a las jóvenes que la cuidan que el secreto para llegar a los 107 años con lucidez y forma física es «comer bien, trabajar poco y no casarse». Le ríen el comentario, pero bien saben ellas que, al menos trabajar, Telva lo ha hecho de lo lindo.
Durante años echó una mano en la casería de Miranda que su padre había adquirido tras haber emigrado a Virginia (Estados Unidos). Bregó con el ganado que tenía la familia, con la huerta, con los hermanos y luego con los sobrinos hasta que, fallecida su madre, se marchó a Madrid a servir en un domicilio.
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Nunca se casó, pese a que yendo «al baile de madreñes» cortejó con un chaval llamado Constante. A él le tocó alistarse en el ejército y no volvió a saber más de su vida. Sus penas pasaron a un segundo plano porque no había tiempo para detenerse en ellas.
Si su novio murió, su padre fue encarcelado en la cárcel de El Coto, en Gijón, adonde acudía con su madre a visitarlo. Salían a las tres de la mañana de Miranda para, caminando, llegar a las nueve de la mañana a Gijón. Y al regresar, después de otras tantas horas de caminata, tocaba poner orden en la casa. Ordeñar, cocinar, limpiar y coser chaquetas, o lo que se terciara, con los sacos de harina teñidos que reciclaban.
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No es por eso extraño que Telva asegure con rotundidad que «ahora es la mejor época de mi vida» porque «hago lo que quiero». Y a fe que lo hace. Acude a la peluquera del centro donde reside cuando toca, se pone su collar y sus pendientes de perlas y, si no tiene visita, lee esas novelas románticas que tanto le gustan o charla un poco con algún compañero de la residencia.
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