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LAURA MAYORDOMO
GIJÓN.
Sábado, 6 de febrero 2021, 01:32
Arrastra desde la infancia un carácter retraído que, lo sabe y asume, en ocasiones «puede interpretarse como que es difícil la comunicación conmigo». Los tímidos, se justifica, «somos así». Santiago García Granda (Verdicio, 1955), fue un niño «buenín y calladín» al que siempre le ... gustó más escuchar que hablar. Escuchar las tertulias de los mayores, a sus maestros -«bueno, maestras, porque todas fueron mujeres»-, al cura y a sus tías hablando de novios durante la esfoyaza del maíz. De todo iba absorbiendo «como una esponja» aquel crío espabilado y de naturaleza curiosa que, con cinco años era capaz de repetir, palabra por palabra, el largo y complicado cuento que acababan de contarles en la escuela. «Siempre tuve muy buena memoria fotográfica, aunque ya no tengo las capacidades que tenía», bromea.
Nacido en una familia de agricultores, el mayor de cuatro hermanos, sus padres le inculcaron los valores de la corrección, la educación y el respeto. Son rasgos que, a decir de quienes le han tratado más de cerca en estos años mantiene indelebles. «Hasta cuando está enfadado es amable. Yo no le he visto ninguna salida de tono. Me parece muy cercano y de un trato tremendamente educado», cuenta un miembro de la comunidad académica que reconoce que Santiago García Granda no fue el candidato al que votó en las elecciones al Rectorado de 2016.
El catedrático de Química-Física bajo cuyo mandato se aprobó el uso del asturiano en la Universidad de Oviedo sigue siendo el mismo hombre vehemente y hasta cierto punto cabezón en la defensa de sus posiciones -«argumento hasta el final; siempre me gustó defender teorías y encontrar razones»- que ha sido siempre. No obstante, este mandato que la pandemia ha alargado un año por encima de los cuatro previstos, ha provocado cambios en él.
«Desde el punto de vista académico cambié muchísimo. Este recorrido me ha dado una experiencia a todos los niveles que nunca pensé tener. En la gestión universitaria, estando presente en los foros de discusión a nivel nacional e internacional, me cambió mucho la percepción que tengo sobre la universidad y el mundo. La disciplina que impone el rectorado es un cambio muy grande respecto a las tareas docentes e investigadoras que yo llevaba a cabo. Te da una madurez y una perspectiva que no tenía». Así que, desterradas «las inseguridades sobre ciertos temas» que le podían atenazar en 2016, afronta más tranquilo las elecciones en las que se juega la reelección.
Dice que repetiría con el mismo equipo rectoral que le ha acompañado estos casi cinco años. Pero como jugador de fútbol que fue -integró las filas del Marino de Luanco y de los equipos de la Universidad- sabe que hay que tener banquillo y que los cambios son necesarios, ha dicho recientemente. «Estoy muy contento con el equipo que elegí. A veces tenemos puntos de vista diferentes, pero eso es bueno, yo no quiero que me digan que sí a todo».
Su mujer, Loli, y su hijo, también Santiago, sabían cuando se presentó hace cinco años que su intención era aspirar a un segundo mandato. «Estarían contentos si salgo porque saben que me esto gusta, que me siento útil y me satisface ser rector». Y, del mismo modo, «si no saliera estarían contentos igual, porque podría estar más tiempo en casa y podríamos hacer más cosas».
Porque sus ocupaciones en el Rectorado, las clases y la vinculación con la investigación -que no ha abandonado pese a las responsabilidades de gestión asumidas- le han absorbido prácticamente todos y cada uno de los días transcurridos desde su victoria electoral de mayo de 2016. Pero también le han proporcionado a este gozoniego de emociones contenidas, que dice metabolizar tanto la alegría como la tristeza, uno de los momentos más felices de su vida: haber podido entregar personalmente a su hijo el diploma de egresado de la Escuela Politécnica de Ingeniería de Gijón.
Enérgico, tenaz, incombustible e inasequible al desaliento, según sus más estrechos colaboradores, afirma no desconectar «con nada» de su trabajo en la misma institución académica en la que se licenció en 1980 y se doctoró en 1984. Si acaso, con las noticias que escucha en el coche de camino desde su casa de San Martín de Podes (Gozón), en la que se instaló definitivamente con su mujer Loli y su cuñada durante el confinamiento, hasta el rectorado o con la música de Roni di Capo, que, anota, «es hija de Serafín Costilla», profesor titular de Radiología de la Universidad de Oviedo.
Cuando acabe la pandemia, le gustaría celebrar una gran fiesta con todos sus amigos. Quizá la celebración de cuatro años más de rectorado.
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