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PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
Domingo, 18 de julio 2021, 17:58
El peregrino que llega a Salas informado sabe las cuatro cosas a las que debe dedicar un poco de su tiempo, sin necesidad de consumir demasiadas energías en caminar fuera de ruta: el Museo del Prerrománico de la Fundación Valdés-Salas, con piezas originales del templo de San Martín, su colección de mapas antiguos, y los dos tesoros que alberga la Colegiata de Santa María la Mayor: el impresionante mausoleo del Inquisidor, obra de Pompeo Leoni, y el retablo del escultor gijonés Luis Fernández de la Vega. Seguramente le agradará conocer que el señor de esos muros llegó aquí en su último viaje siguiendo los mismos pasos que él desde San Salvador. Lo relata con detalle Tirso de Avilés y es muy preciso al anotar que salió de Oviedo «con grande acompañamiento de Cavalleros (sic) de esta ciudad (...) y caminaron hasta la villa de Salas. Se tardó en llegar dos días». Es decir, el par de etapas que cubre hoy la vía primitiva.
Don Fernando de Valdés y Salas debió ser hombre de una pieza -al menos en ambición y voluntad- para llegar a ocupar los dos cargos más altos de la corte: Inquisidor General y presidente del Consejo Real de Castilla. De más de una pieza lo fue en su dimensión humana, como lo muestra que un espíritu ilustrado y con vocación de benefactor, el mismo que fundó la Universidad de Oviedo y el Colegio de San Pelayo en Salamanca, prohibiera los libros de Erasmo y de Fray Luis de Granada o mandara a la hoguera a decenas de supuestos falsos conversos y herejes. En el retrato anónimo que se conserva en la Antigua Hermandad de los Negros de Sevilla se ve un rostro fino y atribulado, el de alguien que no parece muy dado a sonreír. Tal vez lo hiciese, íntimamente, cuando nadie lo veía, recordando sus correrías infantiles por los praos de la villa natal. Siempre la llevó consigo y acabaría finalmente reposando en ella, aunque decir que ese fue su último deseo no sería del todo exacto.
El testamento que dictó don Fernando es fiel reflejo del pragmatismo con que lo dotó su condición de hombre de Iglesia y estado, también probablemente de lo que llevaba en su sangre como señor de tierras de vaqueiros. Venía a pedir en él que si moría abajo de Despeñaperros lo enterraran en Sevilla, la ciudad de la que fue arzobispo y que tanto apreciaba, si de Despeñaperros arriba, en el solar familiar de Salas. La última hora le llegaría en Madrid un 9 de diciembre de 1568 y sus albaceas, sin necesidad de consultar ningún mapa, lo dispusieron todo para cumplir su última voluntad. El cortejo fúnebre llegó a Oviedo veinte días después, rememora Tirso de Avilés, y afirma que «no pudo llegar antes por causa del grande comitato y aparato que traía». En él iban, según su testimonio, seis frailes dominicos, seis franciscanos y otros tantos capellanes suyos. Encabezaba la comitiva «su hermano de padre», don Hernando de Salas, Oídor del Consejo de Indias y Arcediano de Granada, «con otros cinquenta caballeros parientes y criados todos de su Casa, con más dos alguaciles de Corte, que venían aposentando delante, uno proveído por el Consejo Real y el otro por la Santa Inquisición». El séquito avanzaba alumbrado «con mucho número de achas ardiendo, que por todo el camino lo venían acompañando», señala la minuciosa descripción del autor de 'Armas y linajes de Asturias'. El arzobispo de Oviedo y el cabildo salieron a recibir el féretro a la calle Platería para dirigirse después en procesión a la Catedral.
Cuenta Tirso que Valdés Salas fue velado en la sede ovetense y, al día siguiente, el cortejo reanudó su marcha hacia el lugar de descanso final. Si realmente hicieron en dos días el trayecto es más que seguro que la primera jornada les llevara a Grau. Ni de esta ni de la última etapa del viaje nos cuenta nada el escritor de Las Regueras, que concluye su relato evocando las misas y oficios divinos que se celebraron por el alma del Inquisidor en su lugar natal durante nueve días.
A los vecinos de Salas que vivieron la llegada de los restos de don Fernando no se les borrarían nunca de la memoria aquellos días. Tampoco lo que volverían a ver dieciséis años después, cuando entró en la villa otra comitiva no menos solemne ni aparatosa. En ella venían las piezas talladas por Pompeo Leoni para el mausoleo del inquisidor. Eugene Plon, el sagaz historiador que descubrió en 1887 la autoría del milanés en la obra, asegura que fue cargada en 50 carretas de bueyes desde Alcas de Veleña hasta León y de allí a Salas. Era el regreso definitivo de Valdés Salas, ya como memoria de alabastro. Y ahí está.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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