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P. SUÁREZ
GIJÓN.
Domingo, 16 de septiembre 2018, 03:44
Cuando una persona se suicida deja atrás ese sufrimiento que le llevó a una situación extrema, a tomar una decisión sin retorno. Pero también queda, tratando de asumir y superar la pérdida, un entorno, una familia o amigos, a quienes cuesta, en la mayoría de los casos, salir adelante, entender qué pudo pasar.
«El dolor que deja una persona que se suicida es devastador. Deja un sentimiento de culpa y la sensación de que se podía haber hecho más por el fallecido», explica la psicóloga Rosa de Arquer, quien desde el Teléfono de la Esperanza no solo atiende a quienes acuden en busca de ayudar porque están en riesgo de suicidio, sino que también presta apoyo a personas cercanas a ellas. «Las familias que han pasado por eso deben saber que muchas veces no se puede llegar a tiempo incluso desde el punto de vista sanitario», dice sobre cómo abordar la gestión del duelo posterior a una pérdida de estas características.
«Hace poco nos llamó un hombre. Había visto en la prensa que se hablaba de prevención del suicidio y decidió contactar con nosotros. Su hija se había suicidado a los treinta años y esta persona no tenía con quien hablar sobre ello», relatan en el Teléfono de la Esperanza. Todas las llamadas que se reciben son anónimas, lo que creen que facilita que la persona se sienta libre de hacer cualquier tipo de comentario, de abordar los sentimientos más complejos. Pedro, nombre ficticio del autor de la llamada citada, les contó que «a la pena inmensa por la pérdida de su hija se sumaba un sentimiento de rabia, una profunda frustración por no haberlo visto venir, por no detectar en ella que estaba mal y haber tratado de evitarlo».
«Nos contó que no quería salir a la calle porque sus vecinos le miran y se sentía juzgado. Algunas personas cuestionaban su dolor y le quitaban importancia a lo sucedido. Es por eso que Pedro precisa de personas a su lado que le cuiden y le permitan disponer de un espacio en el que se le escuche. Las conversaciones telefónicas le aliviaron y le descubrieron un recurso al que acudir cuando necesitase hablar», añaden en el Teléfono de la Esperanza.
Esta persona ahora forma parte de una terapia de grupo en la asociación, una actividad que le permite compartir lo que siente con personas que se encuentran en situaciones similares. Sus sentimientos de culpa son, indican los expertos, habituales en personas cercanas a alguien que se ha quitado la vida. «Es la estructura tipo de esta clase de dolor. El sentimiento de poder haberlo evitado golpea muy duro y precisa de mucha ayuda», explica.
Entre las numerosas historias que llegan al Teléfono de la Esperanza en busca de ayuda, de soluciones para hacer frente a algo que se antoja imposible, los voluntarios recuerdan otra que les impresionó y que tuvieron que abordar de frente, sin la separación que dan las líneas telefónicas. Hay un protocolo a seguir para tratar de que todo vaya por el buen camino.
«Dos chicos que acudieron a la sede del Teléfono de la Esperanza hace algún tiempo. El voluntario que les abrió la puerta reparó en seguida en que uno de ellos no paraba de llorar. Su amigo le comentó brevemente la situación y le pidió que le escuchasen porque la situación era muy complicada. El voluntario se encontró con un paciente desolado, triste, agobiado y en una situación clara de bloqueo emocional. Repetía constantemente que no quería seguir viviendo», relata De Arquer.
Para abordar estos casos, lo principal es escuchar, dar una tregua a quien llega en busca de auxilio. Ofrecerles un espacio en el que «el tiempo se para». Una zona libre de prejuicios y de consejos. Solo un lugar seguro.
Y, al tiempo, mientras la persona afectada narra su historia o queda en silencio o llora, otro voluntario de la asociación pone en marcha un segundo procedimiento, en el que reclama la intervención de un psicólogo, gestionando que pueda recibir atención profesional de manera inmediata. Se sientan de este modo las bases de una terapia para que el paciente empiece a recuperar las ganas de seguir adelante.
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