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Carlos López-Otín, en una foto de archivo. EFE
Otín, regreso entre aplausos

Otín, regreso entre aplausos

Seis meses después y apoyado por colegas de la Universidad, el investigador regresa a las aulas a las que llegó a pensar que no volvería

E. G.

OVIEDO.

Martes, 5 de marzo 2019, 03:56

Llegó a pensar que no volvería a dar clase en la Universidad de Oviedo. Que la del pasado junio, cuando se despidió de sus alumnos, sería la última vez en su vida que pisaría la tarima de una de las aulas de la Facultad de Biología. E incluso se planteó que no habría otra clase introductoria en la que explicar a los aún inexpertos -y algo boquiabiertos- alumnos de Bioquímica de segundo que estamos hechos de más de 50 billones de células conectadas unas con otras, 100.000 millones de neuronas y 3.000 millones de nucleótidos que conforman nuestro genoma. Pero regresó.

Ayer, el catedrático de Bioquímica y Biología Molecular Carlos López-Otín cogió una vez más la tiza y seguramente aquella primera clase de las nueve de la mañana fue para él más importante que muchas de las que ha impartido a lo largo de varias décadas de carrera docente. Era la primera después de que el trabajo del bioquímico, aragonés afincado en Asturias desde 1987, Premio Nacional de Investigación en 2009 y uno de los diez científicos más citados en su campo fuera escrutado y cuestionado. Llevaba seis meses en la Universidad Descartes de París con una estancia que solicitó con la intención de poner tierra de por medio al saberse objeto de lo que él, y quienes le respaldan, consideran una campaña de acoso. Volvió, y de manera inesperada y maravillosa, sentados entre sus jóvenes alumnos se encontró a científicos como Juan Valcárcel, compañeros de la Universidad de Oviedo y colegas del laboratorio parisino que le dio media vida, la que necesitaba para volver a ponerse al frente del aula para hablar de proteínas, metabolismo y biología molecular, una disciplina todavía joven que tiene el objetivo fundamental de estudiar ni más ni menos que la vida.

Y lo más asombroso e incomprensible de la vida, dice en sus clases, es que es absolutamente comprensible e incluso modificable. Al contrario que muchas de las aulas universitarias de la actualidad, en la de López-Otín no hay móviles, nadie habla y a pesar de que hay diapositivas no se delega en ellas la docencia, sino que todos los ojos están puestos en el hombre que explica, pausadamente y con una sencillez asombrosa cuestiones tan complejas como el juego entre la energía y la entropía, la mutación y la evolución o cómo se gestiona la información en las cuatro letras del genoma.

En sus clases, López-Otín invita a los alumnos no solo a aprender lo que ha sido, sino a abrir los ojos a lo que queda por hacer. Les anima a intervenir, a contribuir a esa ciencia joven a la que él ha dedicado una vida. Para escribir una página honesta y rigurosa hace falta haber leído un millón, aconseja, y cita a Milan Kundera, a Eduardo Galeano; explica la luminosidad del lado oscuro del genoma con pinturas de su artista plástico favorito, Joan Miró; habla de Severo Ochoa, de Darwin, Rosalind Franklin o de Sammy Basso, el joven biólogo aquejado de síndrome de progeria que, junto al propio López-Otín y su equipo, ha logrado crear una terapia génica que frena el envejecimiento prematuro.

En la próxima sesión, anticipa, mirarán al futuro. Se preguntarán dónde están los límites. Al acabar ésta, parece más fuerte. Mira a sus alumnos y, con sinceridad, les dice: «Gracias por asistir a mi primera clase. Esta que pensé que nunca daría». Hay aplausos. Y López-Otín baja de la tarima a la que, a buen seguro, volverá.

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