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t María Fernández junto a sus hijas: Rocío, Azucena y Estefanía. E. C.
La odisea de sobrevivir con 600 euros al mes

La odisea de sobrevivir con 600 euros al mes

Radiografía del hambre. Cada vez más familias asturianas atraviesan una situación de precariedad económica, sobre todo, después de la pandemia

CLARA G. SANTOS

Domingo, 7 de noviembre 2021, 14:56

Se les puede ver engrosando las colas del hambre. Hombres y mujeres comunes cuya vida fue sacudida repentinamente por la crisis económica.

Hace unas semanas este periódico publicaba los datos del informe Arope según los cuales la tasa de pobreza de Asturias se incrementó desde la pandemia y rebasa ya los índices del resto de España. En concreto, 282.471 personas del Principado se encuentran en riesgo de exclusión social, muchos de ellos con trabajo, porque la renta que sitúa a una persona fuera o dentro del umbral de pobreza son los 802 euros al mes. Detrás de los números se encuentran familias como la de María Fernández, vecina de La Calzada, con tres hijas de entre 13 y 20 años.

Durante años su marido, José López, trabajó como repartidor de supermercado con contrato indefinido, pero entonces sobrevino la hecatombe de la crisis económica. Fue despedido y se dedicó al mantenimiento de los camiones de El Musel hasta que su actividad fue súbitamente interrumpida por la pandemia.

«De un día para otro nos vimos sin dinero para poder comprar una barra de pan», comenta María. Pasaron de ser una familia 'mileurista' a «ir tirando» con 600 euros al mes, haciendo «mil malabares» para poder pagar la hipoteca de su casa. Afortunadamente, cuando María y José tocaron fondo contaban con una red de apoyo familiar.

Él ahora tiene 60 años y ha perdido la cuenta de las veces que lo han rechazado en una entrevista de trabajo por su edad. «La impotencia de mi marido es absoluta. Ha llegado a decirme que no tiene ganas de vivir por no ser capaz de mantener a las crías», lamenta María.

Por el momento, es ella la que trabaja limpiando portales tres días por semana. Antes la demanda era mucho mayor, pero con la pandemia algunos de los negocios que limpiaba fueron cerrando. «Si no hago más horas es porque mentalmente estoy agotada», agrega.

Su única prioridad -esto lo tiene muy claro- son sus hijas. Rocío, la hermana mayor, quiere estudiar educación infantil y Estefanía, la pequeña, compagina las horas en el campo de fútbol, deporte que práctica, con una gran pasión por la mecánica. «Tengo mucha suerte porque nunca fueron caprichosas, pero para ellas también ha sido duro acostumbrarse a no elegir nunca ni lo que hay de cena ni sus regalos de reyes», añade. Hace tan solo unas semanas María fue por primera vez a recoger comida de Cruz Roja. No se avergüenza de ello, pero nunca se hubiera imaginado encontrarse en esa tesitura. «Me operaron hace poco y no he cogido la baja porque prefiero dar de comer a mis hijas y tener para pagar las facturas», confiesa María con la entereza de la madre coraje que es.

Un pozo sin fondo

El caso de Araceli, de 50 años, es un poco diferente. La suya es la historia de una de pobreza crónica, heredada. Sus padres murieron cuando era pequeña y su infancia se convirtió en un deambular por centros de menores hasta que se casó con tan solo 16 años. «Creí que el matrimonio era la única salida de aquel atolladero, pero mi relación se convirtió en una cárcel infranqueable», rememora.

Después llegaría el desfile de los gritos, los golpes y el miedo. De aquel matrimonio Araceli González solo conserva un hijo que actualmente cobra el paro y con el que no puede vivir porque en ese caso ella dejaría de percibir sy pensión no contributiva.

Esta gijonesa cobra 400 euros mensuales que apenas le alcanzan para pagar el alquiler, la luz y otros gastos. Durante años encadenó contratos temporales como auxiliar de enfermería, pero ahora mismo se encuentra en paro.

«Estoy cansada de tener que ser fuerte», confiesa Araceli con los sentimientos a flor de piel. Para esta mujer las posibilidades de encontrar un empleo disminuyen a medida que ella cumple años y tampoco confía en que se le conceda una vivienda de protección oficial: «Sigo en lista de espera, pero pasa el tiempo y no obtengo respuesta alguna».

De momento sobrevive de alquiler en un piso de La Calzada y se muestra inquieta por la llegada del invierno porque, con la subida de la luz, tendrá que comer en frío y encender velas para poder pagar las facturas. «Lo peor de todo es esta intranquilidad que se te mete en el cuerpo, este medir las cuentas constantemente, esta sensación de ser esclavo de un sistema que no te permite vivir con dignidad», relata Araceli al tiempo que su voz se quiebra y las lágrimas recorren su rostro envejecido.

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