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La Isla de Florencio Valdés. El despertar de la jardinería botánica en Asturias

No se podría hablar de jardinería botánica en Asturias sin mencionar a Florencio Valdés y su ingenioso experimento personal que ha llegado a nuestros días bajo el nombre de La Isla

Rafael suárez-muñiz. doctor gEÓGRAFO urbanista

Domingo, 26 de diciembre 2021, 04:32

Polifacético. Estaba en todas. Pasas página a un legajo y aparece algo de él. ¿Cuánto le debemos en Gijón? Estamos hablando de Florencio Valdés-Hevia Menéndez-Fano (1836-1910), un emprendedor en toda regla. De todo ello podría hablar el catedrático Ramón Alvargonzález, pues se lo ha cruzado inevitablemente en muchas de sus investigaciones. Para empezar, la redacción de estas líneas es gracias a él: fue uno de los fundadores de nuestro diario EL COMERCIO (decano de la prensa asturiana) en 1878. En 1871, la sociedad Cifuentes, Valdés y Cía. terminó la construcción del muelle de la Victoria, también conocido como el Muellín o el muelle de Valdés, que es donde se asienta la Rula. Tanto El Comercio como Florencio Valdés eran claros partidarios de la causa apagadorista (consolidar el tráfico marítimo en el puerto viejo). Fue una de las figuras clave de la propulsión del ocio en Gijón (en Asturias, por ende, por ser Gijón la capital del ocio).

Estado actual de La Isla y el jardín francés delantero. Rafa Suárez-Muñiz

Florencio Valdés fue el promotor de la primera concesión de la línea de tranvía de Somió, que en 1890 solo llegaba hasta La Guía y al año siguiente se condujo hasta Villamanín; hecho sin precedentes en las comunicaciones intraurbanas de Asturias, que motivó el orden del crecimiento urbano de la urbe y la dirección de los grandes espacios de ocio. A raíz de esta explotación fue socio accionista de los grandes espacios de ocio extramuros que jalonaban su discurso: la plaza de toros y los Campos Elíseos. Formó parte de dicha sociedad (1873) y adquirió, tras lotificarse los terrenos del ensanche del arenal de San Lorenzo (1853), ese rombo verde que eran los jardines de La Florida a lo largo de la avenida de la Costa. Allí construyeron el primer teatro-circo de Asturias, que sobrevivió hasta 1963 como cine Los Campos. En 1899 se celebró la Exposición Regional que fue el germen de la Feria de Muestras.

Los comienzos de la jardinería de diseño gijonesa no se pueden explicar sin Florencio Valdés. ¿Por qué se llamaban los Campos Elíseos? Pues es evidente. Este joven empresario a menudo se escapaba al sur de Francia con uno de sus jardineros para aprender y conocer cosas nuevas en que inspirarse. Eso lo trasladó a Gijón: hizo los Campos Elíseos en el Continental, el complejo de juegos hidráulicos de su quinta La Isla y posteriormente diseñó el jardín de la quinta Bauer.

En 1870, Florencio Valdés «hizo la finca en competencia con su suegro Anselmo Cifuentes, cuenta la leyenda, que para que esa serie de personalidades que venían a Gijón en verano: fuesen a La Isla y no fuesen a casa de su suegro», indica Jesús Oliva. En el barrio de Cefontes (Cabueñes) levantó una residencia secundaria llamada La Isla, que tan bien ha llegado a nuestros días gracias al celo patrimonialista de su tataranieto Jesús Oliva Pérez-Andújar. Esta imponente posesión ha sido, a su vez, el cordón umbilical necesario para el nacimiento del Jardín Botánico. Se llamó La Isla por hallarse en unas condiciones de insularidad entre el arroyo de Cefontes y el río Peñafrancia.

Cuidada topiaria en forma de gallo y de campana en los bojes, así como algunos tejos. Rafa Suárez-Muñiz

Allá por 1870, sus vastas dimensiones podían alcanzar una superficie próxima a los 60.000 m2. La Isla se caracteriza por el diseño jardinero y arquitectónico diferenciado en dos fases. La primera y genuina es la de su jardinería romántica del último tercio del siglo XIX jalonada por juegos hidráulicos y antiguos estanques, y la combinación de ambientes pintoresquistas y paisajistas, que le confieren esa singularidad a La Isla, tal y como apuntan los profesores Alvargonzález y Álvarez Brecht.

El jardín de La Isla combinaba esos aires franceses de los juegos hidráulicos pero también el paisajismo inglés bajo el abrigo mencionado del romanticismo y el pintoresquismo. Sin ir más lejos, como curiosidad, había superficies de pradera y buena parte del arbolado era frutal (granel de fruto seco) para el autoabastecimiento de los titulares y del ganado del que se alimentaban. La leña era el combustible de las calderas y también tenían un pintoresco depósito de agua que era una torre de estilo medieval. La Isla era una posesión autosuficiente.

En las postrimerías del siglo XIX, el jardín de La Isla ya era un incipiente jardín botánico, caracterizado por una relación botánica de gran interés, en primer lugar, por integrar genuinamente en su posesión un tercio de la aledaña carbayera histórica de El Tragamón con más de 200 robles. De los primeros años data la plantación de una hilera de 43 plátanos de sombra en el perímetro suroccidental; enormes eucaliptos centenarios; los exóticos cedros del Líbano y del Himalaya también centenarios; cedros japoneses; cipreses de Lambert; tejos; castaños de Indias; álamos; robles; falsos abetos; olmos; avellanos; el moteado de boj trabajado mediante topiaria de aires más barrocos junto a la casa; secuoyas; los laureles y helechos ribereños; plantas acuáticas tales como nenúfares; hortensias y agapantos, y las camelias de Japón anteriores a 1900, entre otras especies.

Plantación de una hilera de plátanos de sombra tras un enorme eucalipto, casi bicentenarios todos ellos, en el borde meridional de La Isla. Rafa Suárez-Muñiz.
Rincón de la mesa de piedra donde se celebraban importantes ágapes, rodeada de las camelias japónicas centenarias pioneras en Asturias. Rafa Suárez-Muñiz.

El jardín tenía una pendiente tendida y «el tatarabuelo compró los tres molinos que había para hacer los juegos de agua» apunta Jesús Oliva. El profesor Alvargonzález (2004) describe perfectamente el juego hidráulico que Florencio Valdés realizó en los citados arroyos para que pudieran ser partícipes sus invitados. En torno al río Peñafrancia, en el borde nororiental, realizó el estanque de La Terracina —por su contigüidad con el mirador homónimo— que tiene una pequeña isla en el centro a la que se accede a través de tres pequeños puentes de piedra y ladrillo. Un canal de 60 metros lo distancia del estanque de La Caseta, allí Florencio Valdés construyó una pintoresca caseta de madera contigua a una pasarela curva del mismo estilo. Este estanque se comunica a través de una cascada con una tercera poza de dos niveles según la experiencia de los bañistas, el estanque de Los Baños, el cual contaba con su propia escalera de piedra. Los baños de ola eran una forma de ocio tan solo estilada por la aristocracia cuando los arenales apenas eran frecuentados; una actividad prebalnearia que Florencio Valdés desarrolló en su propia casa.

A poniente, «siguiendo el canal que sale de esta rústica piscina se encuentra una pequeña cascada, la llamada «cascada del grito» […] y poco después una segunda cascada de tres niveles, «La Cascadona», desemboca en el estanque de La Noria», señala Alvargonzález (2004). La noria puede verse en fotos antiguas del archivo familiar pero ha desaparecido y solo se conserva una estructura recreada. Su función era la de bombear el agua hacia la torre inmediata, que también puede visualizarse gráficamente, puesto que era el depósito de agua para el autoabastecimiento. En el extremo occidental de La Isla había una laguna con embarcadero y un puente, por ella se podía ir en barca y acceder a una gruta —sigue existiendo— en la que Florencio Valdés instaló una efectista lámina de agua artificial a modo de cascada para que se cubriese y descubriese a su antojo.

En el sector central del jardín se instaló una mesa de granito clasicista rodeada de camelias japónicas —procedente de Francia— donde se servían algunas de esas comidas entre amigos, autoridades y apagadoristas como la famosa caldereta de Calixto Alvargonzález.

La casa original de La Isla, de estilo suizo, era pequeña, pero realmente solo vivía allí el matrimonio y el personal de servicio. Era una quinta de recreo, estaba pensada para el uso estival y el disfrute de los jardines. Pasaban más tiempo fuera que dentro. La residencia tenía casa de caseros y capilla. En 1953, el conjunto arquitectónico se reformó y amplió hacia atrás y en altura por parte de los hermanos Somolinos, que le añadieron un piso y definieron la fachada frontal con los típicos tornapuntas. «Todo permaneció como lo hizo Florencio hasta los años 50», añade Jesús, quien señala como artífices del jardín suroccidental francés a mi abuelo Andrés Oliva Mack y a mi tío-abuelo Félix Valdés Patac». El resultado fue un jardín francés aterrazado de 2.000 m2, configurado por dos grandes piezas octogonales abiertas de boj con el círculo central ocupado por bolas de topiaria. El interior de estas formas está ocupado por agapantos para darle otro volumen y romper la textura rígida del seto; anteriormente eran rosas de Sevilla traídas por Andrés Oliva.

En la cota inferior se diseñó un estanque de nenúfares procedentes de Barcelona con una pequeña estatua en el centro y un borde de hortensias de invierno.

Este era el estanque de «la caseta» de baños. Era una piscina con dos niveles de profundidad donde saltaban a bañarse. Rafa Suárez-Muñiz.
Estanque de la noria con su pequeña cascada y los operarios de servicio que la activaban. Rafa Suárez-Muñiz.

Jamás estarán en deuda los gijoneses con esa familia, en primer lugar con Florencio Valdés por haber sido el precursor de una forma de ocio tan extendida, sobre todo entre las clases populares, como las giras campestres. Entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, este hombre abría las puertas de su finca para que los excursionistas tuvieran una forma de ocio visual o estético gracias a la contemplación de su casa y de sus jardines, amén de poder hacer un picnic allí o darse un chapuzón en el río. Paz Fernández Felgueroso efectuó la transmisión de 235 millones de pesetas, el 14 de septiembre del 2000, a su propietario Jesús Paulino Oliva Pérez-Andújar para la compra de 40.045 m2 de La Isla a fin de crear a partir de la misma nuestro Jardín Botánico Atlántico abierto en 2003. Allí podemos disfrutar entre otras cosas de amenities como la primera cancha de tenis documentada en Asturias, el libro de visitas de La Isla de 1896 —posiblemente el libro más antiguo de Gijón—, la fuente de Talavera de la Reina realizada por Juan Ruiz de Luna (hoy patrimonio de la humanidad por la UNESCO) y los carbayos originales de más de 300 y 400 años de antigüedad.

Por este jardín histórico, uno de los más importantes, antiguos y mejor conservados de Asturias, pasaron todas las grandes autoridades regionales, la mayoría dejaron su firma e incluso su dibujo en el histórico legajo; desde Calixto Alvargonzález, Arturo Truan y Concepción Arenal, pasando por los pintores Nemesio Lavilla y Juan Martínez Abades y llegando a Ataulfo Friera y José Prendes Pando. Pero también cabe recordar la visita con intención de compra del príncipe de Gales Albert Eduard en 1896 y de la infanta Isabel de Borbón, «la chata», en 1915.

No se podría hablar de jardinería botánica en Asturias sin mencionar a Florencio Valdés y su ingenioso experimento personal que ha llegado a nuestros días bajo el nombre de La Isla.

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