![«El abuso a niñas tuteladas es algo que pasó antes, ahora y pasará siempre»](https://s2.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/2024/05/11/94302035.jpg)
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«Si no abortas, te vas de casa». «Mi familia no acepta mi condición sexual». «Me separaron de mi madre porque me molía a palos». Son tres frases tan duras como reales. Y que marcan la vida de tres personas jóvenes. Tanto que apenas si ... son mayores de edad. Los tres, dos chicas y un chico, han pasado parte de su vida bajo al tutela del Principado. Han vivido en centros a los que aún hoy llaman «casa» y a los que han preferido volver «antes de ir con mi familia». Sus nombres, Marta, Laura y David son lo único falso de esta historia.
Todos conocen la noticia que ha sacudido los cimientos del sistema de protección a la infancia en el Principado: doce hombres adultos detenidos por abusar sexualmente y prostituir a cinco adolescentes tuteladas de edades entre los 13 y los 17 años. Uno de ellos está en prisión ya, mientras los otros tienen la obligación de acudir al juzgado cada quince días y cuatro la prohibición de acercarse a las víctimas. Ninguno de los doce tiene relación con los centros de menores.
Y Marta, Laura y David, pese a que sus historias de vida son distintas, han estado en diferentes centros y no hablan a la vez con EL COMERCIO, coinciden tanto en el problema: «El abuso a niñas tuteladas pasó antes, pasa ahora y pasará en el futuro», como en sus causas: «El daño nos lo hacen fuera. Somos vulnerables y lo saben. Es como si lo lleváramos escrito en la cara». En un paso más allá, se muestran rotundos, «en los centros nunca ha habido abusos, pero sí han llegado niñas a las que habían violado fuera». Y a ellas, «se les dio toda la atención: las llevaron al médico, presentaron la denuncia y fueron al psicólogo».
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Le han dicho muchas veces que su vida es «para un escribir un libro», pero aún no ha encontrado la fórmula para iniciarlo. Estuvo a punto de no nacer «a mi madre, que solo tenía 18 años, le dijeron: o abortas o te vas de casa. Y ella, se empeñó en tenerme».
Por desgracia ese empeño, en solitario porque nunca supo de su padre, fue el último gesto positivo que tuvo su madre hacia ella. Cuando tenía un año, Marta entró en el sistema de protección de menores de Asturias. «Mi madre me dejó con una familia de acogida». Se crió ella con una pareja a la que consideraba sus padres, «hasta que, a los ocho años, mi madre volvió a mi vida». Descubrió en ese momento que sus 'padres' eran, en realidad, sus abuelos. Y estalló.
«Ellos, sobre todo ella, porque mi abuelo desaparecía muy a menudo, me trataba bien, pero cuando mi madre apareció empezó a decir que estaría mejor con ella». Y la niña cariñosa, que sacaba buenas notas en el colegio se convirtió en una aprendiz de adolescente «que las liaba gordas», reconoce. «Comencé a portarme como si tuviera 14 años cuando tenía nueve».
Tanto se enrareció el ambiente «porque me escapaba, no de noche, ojo, pero sí marchaba sin avisar» que llegó un bofetón por un grave insulto. «Yo lo vi normal», pero no su madre biológica «que, cuando se enteró, denunció a mi madre de acogida por maltrato». Así que «pasé a vivir en un centro». En su 'casa'.
Marta recuerda perfectamente aquella primera noche en un lugar desconocido. «Lloré mucho. Estaba asustada y mi compañera de habitación llamó a la educadora. Nunca olvidaré su sonrisa. La que sigue teniendo, porque seguimos en contacto. Me trajo un té y me propuso ir al sofá a charlar. Y eso hicimos hasta que me quedé dormida. Ella me llevó en brazos hasta mi cama».
Con el cambio de 'casa' llegó también el de colegio y amistades. Y llegó, claro, la adolescencia. Y un novio. Y la rebeldía. Porque ella tiene claro ahora, a sus 18, que la decisión del Principado de no dejarla vivir con su madre fue la correcta. «Mi madre no fue responsable cuando me tuvo y, ahora, que tiene dos hijos más, ambos de diferente padre, sigue sin ser responsable. Mi hermano mediano está al cuidado de su abuela en otra comunidad autónoma. El pequeño, aunque vive con ella, también lo cría su abuela paterna».
Un convencimiento que no era tan rotundo a sus once años. «Entré en el centro con la idea de que a los seis meses me iría con mi madre, que fue lo que me dijeron. Pero pasaron y seguía allí. Al año, cuando fui consciente de que no me iría con ella, algo cambió en mí. Me sentí engañada y me comencé a escapar».
Aparecieron los ataques de ira, los de ansiedad, el alcohol: «A los 14 tuve mi primera borrachera» y el sexo «también con los catorce, con mi novio». Pero también llegó la madurez. «Siempre tuve el apoyo de las educadoras» hasta que se convirtió «en algo así como la delegada, hablaba con niños y niñas de todos los centros y tengo que decir que nunca vi casos de abusos o maltrato en los centros. Sí fuera».
De que el mal estaba fuera fue testigo al cumplir los 18. Intentó vivir con un familiar «la hija de la que había sido mi madre de acogida, mi hermana, me ofreció trabajar con ella en 'Only Fans' y le dije que no, que eso es pornografía. Así que me quedé en la calle». Y no literalmente gracias a una entidad especializada en infancia. Ahora, tiene su vida encarrilada: «Estoy acabando los estudios de lo que me gusta y espero trabajar pronto».
Su historia de abandono comienza al poco de nacer. «Cuando tenía un año, a mis padres les retiraron mi custodia». Y no fue la única, Junto a él se fueron a vivir, según iban naciendo, otros dos hermanos. «Mi padre estaba metido en líos y mi madre prefería apoyarle a él que cuidar de nosotros».
No obstante, hoy sus hermanos sí tienen relación con sus padres. David, no. La diferencia está en su condición sexual. «Mis padres no aceptan que sea gay. No quiero saber nada de ellos». Porque el rechazo a la opción de su hijo se hizo patente cuando, a los 14 años, el Principado les devolvió la tutela. «Estuve dos años con ellos y no podía más. Pedí volver al centro». Pidió volver a su 'casa'.
Una de la que, asegura, «nunca me he fugado. Llevo toda mi vida institucionalizado y sé todos los resortes, sé adaptarme a lo que pasa». Algo que, sin embargo, no es fácil «para los chavales que llegan un centro a los 15 años. Se han pasado su vida con unos padres que no les ponían límites. Ahora, llegan a un sitio donde sí se los ponen. Es normal que se fuguen».
Como a Marta, a él la noticia de la explotación sexual a menores no le sorprendió. «Es que siempre ha habido niñas de las que han abusado. No en el centro, sino fuera». De su experiencia vital, él cree que «hace falta más control» y, también, «educar de otra forma». Como residente en centros de todo tipo, públicos y concertados, lamenta que no todos los educadores sean iguales. Él ha tenido «experiencias diferentes. Con educadores que te ayudaban y con otros que no lo hacían. A algunas de esas niñas dañadas les hicieron creer que lo que les había pasado era por culpa de ellas».
Una respuesta que genera una podrida pescadilla que se muerde la cola: «ellas no se sienten protegidas y huyen. Y vuelta a empezar». Quien empieza ahora una nueva vida es él. Y tiene claro como será su vida a diez años vista «habré acabado la carrera y estaré trabajando». Cuando mira atrás, «lo mejor que me ha pasado es que me tutelaran».
Los salvadores fueron sus profesores. Vieron que Laura, una niña con buenas notas, tenía marcas. Y que con la adolescencia, la cosa empeoró. «Que me tutelaran no solo me salvó, sino también la relación con mi madre. Está claro que no podemos vivir juntas, pero ahora puedo hablar con ella». Entiende la joven que su progenitora «no ha tenido una vida fácil». Llegó a España huyendo de las palizas de su marido y padre de sus dos hijos. Los dejó en otro continente a cuidado de personas a las que pagaba. «Cuando reunió dinero, trajo a mi hermano. Cuando yo tenía cinco años, a mí».
Y con la niña la educación fue diferente a la del niño. «Me tenía muy controlada y me pegaba mucho». Aunque rechaza el sistema educativo de su madre, sí ha visto que otros niños y niñas «no tenían ese problema, pero sí otros. Yo sabía lo que significaba que te dijeran que no. Pero, de repente, al centro llegaban adolescentes que nunca habían tenido límites. Y no aceptaban los que les ponían los educadores».
Los problemas de Laura volvieron cuando un hombre mayor se cruzó en su vida. «Decía que era mi novio, pero no era verdad», y hubo que ponerla bajo protección, cambiándola de centro para que él no llegara a ella. «Y broté, porque los educadores no eran como los de mi 'casa'». Comenzaron las fugas, la más larga de tres meses. «Viví en la calle, tuve sexo que no me gustó, bebía y fumaba porros para no pensar en lo que me estaba pasando». Tanto que acabó en urgencias. «Y allí llegó una educadora de mi primer centro. Ella me ayudó». Tanto que hoy ella vive independiente y se está formando para trabajar «espero que ya en septiembre». Un optimismo que no hace extensivo al resto: «El abuso a menores tuteladas pasó antes, pasa ahora y pasará siempre». Un futuro que necesita tutela.
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