En María José Menéndez esas cicatrices en el cuerpo frágil que envuelve un alma de impensable fortaleza, siempre contarán una historia de dolor, pero también de supervivencia: el relato de cuarenta años de maltrato continuado, el lento abismo de despersonalización, de reducción a la nada, ... la larga letanía de los insultos y el desprecio, y finalmente la hoja del cuchillo, el intento de acabar con la luz de la mirada valiente y tierna.
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María José Menéndez, gijonesa nacida en 1957, no estaba marcada con nada especial que fuera a determinar cómo iba a ser su vida. Nadie lo está. Las biografías se van escribiendo con argumentos tan sutiles que no resulta fácil leer hacia dónde se dirigen y los indicios siempre se contemplan con dudas y justificaciones. Ella era una chica feliz, independiente, con un buen trabajo, con muchos amigos. Pero las cosas suceden, y el desdén empieza siendo imperceptible y termina siendo intento de asesinato, y la vida un milagro que sucede porque dos personas no miraron hacia otro lado y la arrancaron de una muerte que parecía inevitable.
A María José Menéndez la salvaron dos vecinos, uno de ellos su propio hermano. Pero la salvación había iniciado su proceso inexorable algún tiempo antes, cuando en mitad del espanto de una vida inscrita en la parálisis que genera la vejación continuada, los golpes y la depresión, las palabras entraron en su vida: la lectura que había abandonado porque en el infierno se queman las metáforas y se funden los versos, llegó por una serie de afortunadas casualidades, porque tuvo la suerte de encontrar en la desesperación de la búsqueda, la mirada limpia de la buena gente, la emoción de las páginas, la conversación sabia de los que escriben, que ella empezó a escuchar silenciosamente con el deseo íntimo y ya imparable de que las ideas la habitaran, las imágenes la conmovieran, y la vida, ese poliedro tan injusto a veces, mostrara una de sus caras amables: la de los afectos, la de la ternura, la de los encuentros en las páginas.
María José Menéndez descubrió que la luz que algún día tuvo, seguía ahí. Que solo había que abrirle paso con la magia de los sentimientos que se escriben, con la combinación exacta de belleza y conmoción. La luz que tiene ahora y que ilumina estancias, que transforma, que se contagia. No todos los días son buenos, pero en todos hay ocasión de vivir las primeras veces de tantas cosas sin que pesen las seis décadas. Vivir, respirar, iluminar. La cadencia de una voz que lee poesía en la red cada mañana. La luz de María José, que conjura el dolor, su sonrisa dulce, que se impone a las cicatrices.
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