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M. F. Antuña
Domingo, 5 de octubre 2014, 03:44
Hubo un Norte al que apuntaron miles de emigrantes a finales del siglo XIX y principios del XX, un territorio inmenso dispuesto a dar oportunidades a quienes viajaban desde España en condiciones precarias en busca de esa vida mejor que no solo mueve montañas sino que también atraviesa océanos. Ese Norte está en América. Son los Estados Unidos y por razones del destino ha caído en el olvido de la historia de la emigración española, siempre recordada y rememorada más al Sur.
Romper con ese olvido y rescatar las historias de quienes emigraron a Estados Unidos han sido y son los objetivos del periodista asturiano Luis Argeo y el profesor de la Universidad de Nueva York James D. Fernandez, que se han pasado los últimos años embarcados en el proyecto de reconquistar recuerdos en las mentes de los descendientes de quienes ocuparon las bodegas de los transatlánticos y en sus álbumes de fotos perdidos en desvanes. Internet y las redes sociales han sido sus aliados para recopilar testimonios e imágenes que muy pronto, si las previsiones no fallan y el micromecenazgo da los frutos esperados, se convertirán en libro impreso. En esa batalla andan ahora metidos para hacer realidad Invisible inmigrants, que así se titulará una publicación que requiere de 35.000 dólares para hacerse realidad a través del crowdfunding. Apenas faltan diez mil y quedan diez días para hacer palpable el sueño. Si no se consigue el montante total, no habrá libro.
Impresas en papel a cuatro tintas o no, las historias, las instantáneas, ya están ahí para componer un puzle de miles de piezas, como miles fueron también los emigrantes españoles que cruzaron el charco en aquellos tiempos difíciles. «Les llamamos los emigrantes invisibles porque su historia es muy intensa y muy corta en el tiempo y no se conoce ni en España ni en Estados Unidos, es un colectivo al que no se le ha prestado la atención que merecía. La emigración española estaba vinculada a los frailes, los conquistadores, a Pedro Menéndez de Avilés y fray Junípero Serra y las misiones, pero hay mucha más miga».
En el momento más fuerte de emigración española, entre 1905 y 1910, se llegan a superar los cien mil españoles arribando en Estados Unidos por año. Muchos de ellos, aunque no existen cifras exactas, eran asturianos. Y todos debían pasar una dura travesía marítima con muertes incluidas en el camino, aunque también algún nacimiento a la que muchos de ellos accedían de forma ilegal, sin papeles o incluso con ánimo de huida por diferentes razones. Llegaban a Nueva York, también a Hawái, Filadelfia o San Francisco, e incluso a Tampa, previo paso por La Habana, como sucedía en el caso de la mayor parte de los asturianos.
Su vida en Estados Unidos no era fácil. Llegar a puerto, viajar a un nuevo destino, encontrar acomodo en fondas o en los lugares elegidos por las empresas para las que trabajaban y a partir de ahí establecer sus propios colectivos. Apoyarse unos a otros era la vía de una vida mejor, de entablar relaciones sociales, de jugar a la rana, al fútbol, a la llave... De vivir en definitiva con el sueño de volver siempre en la cabeza, que la llegada de la República alentó aún más. Pero la Guerra Civil acabó con ese anhelo. Supieron que no retornarían a España y optaron por la asimilarse al país, por nacionalizarse norteamericanos, tornar las ñ en n en sus apellidos y empezar a jugar al béisbol. Así llega la invisibilidad sobre la que apunta el foco de Argeo y Fernandez, este último descendiente precisamente de españoles.
Esa fue la historia global de una emigración española que tuvo también sus particularidades regionales. Sin ir más lejos, fueron muchos los andaluces que cruzaron el charco para ir a cortar caña de azúcar a Hawái, por poner un ejemplo. En el caso de los asturianos, su destino fue otro. «Los asturianos fueron reclutados para ir a trabajar a la zona de Virginia Occidental», relata Argeo. Ellos recorrieron la ruta del zinc, y es que allí donde hubiera una industria de metal eran enviados los emigrantes asturianos, a los que su experiencia en lo que hoy es Asturiana del Zinc les precedía como magníficos currantes. «Eran muy buenos trabajadores», explica Argeo, que sabe cómo se crearon poblados enteros de españoles en su mayoría asturianos en lugares como Virginia, Pensilvania, Ohio o Kansas.
El siglo XX comenzaba y aún debían de pasar aquellos hombres y mujeres muchas penurias, como la Gran Depresión y el desgarro de ver España destrozada por la guerra, cuando también la presencia asturiana se multiplicaba en Florida. «Muchos llegaron de rebote, emigraban a La Habana y desde allí viajaban a Tampa». Allí hubo una notable comunidad dedicada a a la manufactura de cigarros. Eso sucedió antes de los años veinte, cuando cambió la ley de emigración y las restricciones fueron mayores. Prueba de esa presencia en Florida, un centro asturiano potentísimo. «El centro asturiano de Tampa tuvo en su día miles de socios, incluso tenían un hospital», revela Argeo, que recuerda cómo quienes habitaban en Virginia pagaban las cuotas para tener acceso a sus reconocidos servicios médicos.
Tampa y Virginia fueron los dos enclaves en los que los asturianos se hicieron fuertes, aunque su presencia dejó huella también en otros lugares. Nueva York es uno de ellos. Allí se desarrolló una curiosa historia sobre la que Argeo y Fernandez trabajan en un documental que verá la luz el año próximo. En los Catskills, un área montañosa del estado de Nueva York, encontraron refugio un grupo de asturianos que ya entonces hicieron del turismo rural su negocio. Lo cuenta Argeo: «Muchos españoles que vivían en Nueva York procedían de zonas rurales, la ciudad les abrumaba, por la insalubridad y demás, y decidieron emigrar al campo. Allí compraron terrenos e hicieron granjas y villas». Comenzaron invitando a sus amigos de la ciudad a pasar fines de semana pero pronto se dieron cuenta de que aquello era una boyante forma de hacer dinero. «Tenemos documentadas una veintena de villas, que en su mayoría eran de asturianos». Bailes, comidas especiales, celebraciones... La fiesta estaba servida para estas casas rurales que con el tiempo acabarían en manos de dominicanos y puertorriqueños.
Antes de ese cambio de propiedad, antes de que la Guerra Civil diese un mazazo a la ilusión de volver, en los Katskills, en Tampa, en Virginia se hablaba español, se hacían espichas, se comían paellas y fabadas... Hasta que todo acabó. Y esos emigrantes hicieron de Estados Unidos su patria y encerraron los recuerdos en álbumes de fotos que aún hoy alguien conserva. «Este proyecto es infinito, el punto final lo marcará el momento en el que ya nadie sepa hablar de esas historias, mientras haya recuerdos vivos y álbumes seguiremos trabajando». De momento, ya han recopilado unas seis mil instantáneas. Si todo sale bien, algunas de ellas formarán la galería fotográfica que será Invible inmigrants.
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