Álvaro Caicoya (Gijón, 1994) cambió hace tres meses la calidez de Barcelona por el frío perenne de Rostock, aunque su periplo comenzó bastante tiempo antes. Concretamente, cuando terminó la carrera de Psicología en la Universidad de Oviedo y se trasladó a Cataluña para estudiar un ... máster en Comportamiento Animal. Una vez lo concluyó, decidió quedarse allí para hacer el doctorado, el cual acabó el pasado mes de julio. «En ese momento, me puse a buscar trabajo y tuve varias opciones, pero venir a Alemania fue la que más me gustó».
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Con esa determinación, este gijonés hizo las maletas y empezó su labor como investigador en un centro de comportamiento de animales de granja. «Este sitio se dedica principalmente a mejorar la vida de esos animales», explica. «Algunos de los profesionales nos centramos en la parte conceptual, es decir, en intentar entender qué es lo que mejor le va al animal y cómo se relacionan entre ellos», cuenta. Mientras tanto, otros compañeros los estudian «desde un punto de vista más biológico para ver qué alimentos les van mejor o qué es lo más adecuado para su reproducción», prosigue.
Todo eso ocurre «en un campo en medio de un pueblo», en el que tienen vacas, cerdos y cabras, entre otras especies, que sirven para ir desarrollando los proyectos. «Yo estoy ahora mismo trabajando sobre la importancia de cómo se relacionan entre sí los cerdos». Es un tema complejo, en el que se aprecia la necesidad «de mantener un grupo unido y la relevancia que tiene que haya individuos juntos que sean familiares».
Y, según cuenta Álvaro, ellos están constantemente luchando porque «los animales tengan la mejor vida posible». Para ello, desarrollan experimentos como «ponerles puertas para ver cómo las abren y ver cómo se ayudan entre ellos o ver a quiénes ayudan y a quiénes no».
Un trabajo que le está permitiendo aprender mucho y que está previsto que se mantenga durante tres años. «Estaré aquí mínimo ese tiempo y después, ya veré», se ríe. «No sé si me querré quedar o si encontraré alguna oportunidad para volver a Asturias o a algún lugar de España».
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Por el momento, este gijonés va disfrutando de su andadura por Alemania, en una ciudad, Rostock, que es «bastante parecida a Gijón, me la recuerda mucho». Lo siente así porque su nuevo hogar está también «al norte del país, tiene costa y un puerto bastante importante». Además, el tamaño es «bastante similar y el número de habitantes», así como el clima. «Es un poco más oscuro porque estamos más al norte, pero también llueve bastante».
Ante tantas similitudes, Álvaro se siente como en casa y además le parece que la oferta de ocio es muy similar a la gijonesa. «Hay bares y restaurantes, aunque es verdad que el mundo de los bares aquí funciona de una manera distinta». Allí no son tanto de trasnochar, pero sí de aprovechar la naturaleza que los rodea. «Se pueden hacer muchas rutas. Aquí no hay montañas, es un sitio totalmente plano, pero hay mucho verde y hay unas playas muy largas». A todo eso, solo hay que añadir un pequeño problema: el mal tiempo. «Es un sitio bonito, pero reconozco que tiene un clima que no invita a venir», se ríe.
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Con el abrigo puesto, tampoco se está tan mal en esta ciudad, cuyo nivel de vida es bastante alto. «La gente tiene más dinero que en España, se nota en los coches que ves por la calle y en las aficiones que tienen», explica. Poderoso caballero don dinero que se cuela «hasta en las cosas más pequeñas del día a día», según confiesa este investigador. «La fruta que ves en el supermercado es más cara, pero también ese coste se debe a que es mejor». Y lo dice con conocimiento de causa: «Aquí no encuentras el tomate más barato que verías en el Mercadona de Gijón. Todo es más caro, pero pagas por cosas que en España también son caras o es que ni siquiera las venden».
Está claro que, por esos lares, tienen una economía más desahogada y se pueden permitir «ciertas cosas» como, por ejemplo, los alimentos ecológicos. «Hay mucha más variedad de este tipo de productos», explica Álvaro, y aclara: «Esto no tiene nada que ver con que tengan más conciencia ecológica, simplemente, tienen más dinero y pueden pagar más por comprarse un pollo o unos tomates». Así de cruda es la realidad.
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