ANA RANERA
GIJÓN.
Domingo, 14 de febrero 2021, 02:06
Los días en Malaui comienzan con el sol, a las cinco de la mañana. El cielo a esa hora está aún naranja, pero la vida ya empieza a sentirse en los pueblos de ese país de África Oriental. Madrugan porque las jornadas son largas, en ... las piernas se les acumulan las caminatas diarias que hacen para buscarse la vida, para salir adelante. La gijonesa Carla García lleva dos años allí intentado darles a los niños un futuro mejor, aunque su presente sea incierto.
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Carla trabaja en una ONG de cooperación internacional a la que llegó tras muchos saltos por el mundo y el convencimiento de que quería prestar sus manos, dedicarse a ayudar. «Estudié atención sociosanitaria y siempre estuve trabajando con personas en riesgo de exclusión social, pero en 2015 me fui a Perú a trabajar en un proyecto educativo y fue cuando me di cuenta de lo que verdaderamente me gustaba», explica.
De allí, se fue a Dinamarca y, por fin, a Malaui: el lugar que cambió sus prioridades. «Aquí lo necesario es secundario», señala. «Mucha gente me pregunta si no echo de menos el agua caliente o la nevera, pero no, llega un momento en el que las cosas aquí parecen tan normales como lo son en España». Aprendes a vivir con lo justo: «Si en Gijón uso siete sartenes, ahora tengo una y no pasa nada».
La vida allí se hace más sencilla, al fin y al cabo, porque lo difícil es el día a día. Y más ahora, que la pandemia ha complicado sus circunstancias.
«Sin quitar importancia al coronavirus», para esta gijonesa, el problema es que, en su país de acogida, la situación se agrava por culpa de las carencias constantes. «Ellos tienen otras muchas cosas de las que preocuparse como encontrar agua y comida», apunta. Con lo cual, no queda más remedio que trabajar «para seguir, para vivir». Parar no entra dentro de sus posibilidades, da igual lo que ocurra.
En la escuela donde Carla trabaja tienen 200 alumnos, de entre tres y cinco años: «Nuestra alegría más profunda», los define. Pero ese puñado de niños son de los pocos que, en Malaui, tienen la oportunidad de estudiar. Por esa razón, para acercar la cultura al resto, están construyendo una biblioteca. «Queremos que tengan acceso a los libros todos los que no tienen la suerte de estar escolarizados», afirma.
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A su labor con los peques, se suma el acompañamiento que hace a hospitales cuando alguien tiene algún problema de salud. «Buscas maneras de ayudar a la gente», lo resume. Y está claro que a ella eso se le da muy bien. Carla García se ha acostumbrado a hacer su vida con carencias y con esfuerzos, sí, pero con la satisfacción de ver a los niños crecer con un futuro algo más esperanzador del que tuvieron sus padres. Esos que ella tiene a más de 10.000 kilómetros y que, aunque eche de menos poder abrazarlos, sabe que la esperan en Gijón, orgullosos de lo que está peleando, de lo que está logrando.
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