ANA RANERA
GIJÓN.
Domingo, 19 de septiembre 2021, 01:52
Adrián García (Mieres, 1997) ya se ha acostumbrado a cruzar la frontera varias veces al día. Lleva poco tiempo instalado en Suiza, pero, desde que llegó, su casa está en Francia y su trabajo como ingeniero en el CERN lo lleva a cabo a las afueras de Ginebra. No le importa nada porque tarda «diez minutos en coche» y porque el trabajo que desempeña allí le gusta bastante. «Hay un acuerdo de colaboración entre la Universidad de Oviedo y el CERN y, gracias a eso, me surgió esta oportunidad laboral», cuenta.
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Este centro europeo de investigación nuclear trabaja, principalmente, con aceleradores de partículas, pero, alrededor de esa misión, hay numerosos proyectos y el mierense está en tres de ellos. «Superviso los ascensores que descienden a los aceleradores, es decir, tengo acceso a los datos y al estado en el que están», señala. En los otros dos que lleva a cabo, el internet de las cosas es el eje angular. «Estoy desarrollando una aplicación para saber dónde está cada una de las carretillas elevadoras que transportan palés y estoy monitorizando el trabajo de las grúas puente», termina de explicar.
Con todo ese trasiego, está «feliz», y no solo por lo que hace, también por quienes lo rodean. «En cada oficina del centro se habla un idioma distinto. Cambio constantemente del francés, al inglés y al español», indica. «En Ginebra cada uno viene de un sitio diferente, pero todos son muy amables y muy cercanos», prosigue. De hecho, «hay quienes dicen en tono de broma que Ginebra no es Suiza, que es Francia, porque es la puerta a todos los que venimos de fuera», asegura.
En esa ciudad, la más cercana a su centro de trabajo, Adrián encuentra «muchas actividades culturales y acuáticas porque tiene un lago inmenso», cuenta. Así que no le saca demasiados defectos a su vida por esos lares y le apetecería prolongar su estancia por allí. «Me gustaría quedarme, por lo menos, los próximos dos años y, si pudiera más, pues más tiempo», confiesa. «Quiero afianzar mi experiencia laboral», apostilla.
Eso sí, a su vida en Suiza le faltan algunas cosas, pequeños detalles. «Mis padres y mis amigos», empieza diciendo, aunque se le dibuja una sonrisa en la cara cuando pronuncia el tercer motivo para su morriña: «San Esteban de Pravia». Este pueblín del occidente donde pasó sus mejores días de verano lo siente demasiado lejos, ya tiene ganas de volver a recorrerlo. «Allí tengo mis mejores recuerdos», cuenta. Tantos que, antes de marcharse a Suiza, estuvo a punto de hacerse un tatuaje en honor a ese rincón asturiano, pero al final no pudo ser. «Espero hacérmelo en Navidad cuando vaya de vacaciones a nuestra región», desea. Así no habrá distancia suficiente, porque San Esteban de Pravia y Asturias vivirán con él, allá donde vaya, ya no solo en la memoria, también en la piel, de donde sí que nunca se podrán borrar.
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