XUAN BELLO
Domingo, 22 de noviembre 2009, 03:53
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publicado en 1833, con una historia que yo ya había contado de oídas y que situaba en un despacho neoyorquino, en los años veinte del pasado siglo. Me confundí nada menos que en cien años. Como ya habrá entendido el lector 'Nuestro siglo' no habla de las visicitudes del nuestro, sino de las del XIX. Es un libro apasionante, con unas estampas muy buenas que invitan a la ensoñación: para darles una idea, la primera de ellas se narra los últimos momentos de J. J. Rosseau, muerto en 1778. La última, la de Mosén Jancinto Verdaguer, «un poeta catalán que no tiene que envidiar nada a ninguno español que esté vivo», y que en la fecha de publicación de este volumen comenzaba a escribir sus poemas más ambiciosos. La impronta romántica de los textos es evidente, también su afán de modernidad y de rescatar el instante fugitivo para futuros. Hojeándolo, dejando pasar la historia de una parte a otra, me encontré con una estampa de David Garlick, un payaso inglés muy afamado en su época, y que pasó a la historia de muy diversas maneras. En nuestro ámbito estricto, el de la Hispanidad, existe un poema mejicano del modernismo tardío que cuenta su historia.
No sé si por ese poema, de Juan José Tablada, o de alguna otra referencia que no recuerdo, yo hice mía en un cuento que no recuerdo dónde publiqué, quizás en estas mismas páginas, sobre el caso de Garlick. Hoy veo su estampa de hombre maduro de 1820 y comprendo otras cosas. Los psiquiatras, que son gente muy literaria, conocerán el caso. Un hombre sumido en la más profunda desesperación se presenta en la consulta de un médico famoso. Rápidamente, en monólogos entrecortados por paréntesis de terco silencio, el hombre cuenta que una melancolía extraña le corroe el corazón. Todo es hastío en su vida y sinsentido. Apenas puede dormir, las noches se las pasa en vela, como si durmiese entre alfileres. Mientras pasea por la calle las manos de su alma buscan, inútilmente, asideros en la realidad. La idea del suicidio le ronda de continuo y, aunque valor no le falta, aún no ha dado el paso porque algo oculto, que no se explica, le empuja a la inacción. El hombre busca una medicina, una droga que lo saque del abismo. Está completamente desesperado.
El médico le escucha pacientemente. Por su relato, y por el hecho de haber sido admitido en su consulta, tan cara, se da cuenta de que su paciente es un hombre rico. Arriesga:
-Tal vez le convenga hacer un crucero por las Islas Griegas, o un viaje por Italia. Tómese su tiempo, viva, descubra los placeres esenciales. No conozco a nadie que tras viajar por Italia haya querido pegarse un tiro.
El paciente suspira y contesta:
-De allí vengo, precisamente, y mi viaje no ha sido corto. Todas las ciudades italianas he visto, de norte a sur, y mis manos se han quedado manchadas por el oro de la melancolía.
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-¿Y el amor? -interpuso el médico-: ya sé que es difícil tenerlo, pero son posibles los amoríos. ¿Ha cultivado usted las citas clandestinas?
-Tengo esposa e hijos, que me aman -dijo el paciente.
La conversación se prolongó varias horas. La depresión del paciente era evidente, pero en 1820 todavía no se entendía aún el concepto de depresión. Las descripciones de su estado de ánimo eran muy precisas y aterradoras:
-Todas las noches los perros del sueño me ladran despertándome; todas las noches, cada vez que me levanto para tranquilizarme me miro en el espejo para ver que sigo siendo yo. Pero sólo veo sobre mi rostro una máscara imperfecta con mi rostro y tras ella el rostro real de un enemigo que me quiere matar. Le pido que sea piadoso y que no se demore más, que me mate extinguiendo mi dolor, pero mi enemigo se burla de mí y me dice que si me matase se mataría a él privándose de su mayor placer: torturarme.
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El paciente era un hombre culto, el médico un hombre que confiaba en el sentido común. Una simpatía instantánea nació entre ellos, consolándose ambos en el confort de un instante que tenía las esquinas muelles de la confidencia desahogada. El médico se levantó de su silla, se sirvió un coñac y ofreció una copa a su paciente. Dijo:
-Hay algo que sin duda le puede ayudar. Esta tarde actúa en Nueva York David Garlick, un actor inglés de fama mundial, un clown increíblemente bueno. Sus observaciones ponen el mundo al revés y se cuenta que todo su público sale de su función con una sonrisa en la boca y con la convicción de que el mundo está bien hecho. Yo mismo me he comprado una entrada y allí estaré. Anímese, vaya y cambie de aires. Garlick, sin duda, le sentará bien.
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Una sombra de inquietud y agobio brilló en los ojos del paciente.
-Doctor, yo soy Garlick, dijo tartamudeando, y se echó a llorar.
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