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Dos responsables de mantenimiento revisan con linternas el caudal en el colector del río Cutis a su paso bajo Carlos Marx. / JAIME PAÑEDA
880 kilómetros de alcantarillas
GIJÓN

880 kilómetros de alcantarillas

EL COMERCIO visita el interior de la red de saneamiento, por la que circulan a diario 50 millones de litros de agua

IVÁN VILLAR

Domingo, 18 de octubre 2009, 18:49

Bajo la mediana de Carlos Marx, a casi cinco metros de profundidad, discurre de forma continua un caudal de aguas residuales que fluye, en condiciones normales, a una velocidad de 600 litros por segundo. Es un río marronáceo, hediondo, que arrastra consigo todo tipo de restos. A su vera deja libre un pasillo de 80 centímetros de ancho, plataforma suficiente para que puedan pasear por el colector los responsables de mantenimiento de la EMA.

En los días de lluvia, sin embargo, ni siquiera queda libre ese paso. El cauce reservado a las aguas bajas -hasta 60 centímetros de profundidad- se desborda y empieza a ocupar el resto del colector. Con linterna, única luz presente en la galería, es visible la marca de caudales más elevados en las paredes del tubo. Pero el colector de Carlos Marx, que con veinte años es uno de los más antiguos de la ciudad, tiene capacidad suficiente para soportar avenidas veinte veces superiores al flujo regular de las aguas bajas. En días de precipitación muy intensa llegan a correr por el conducto más de 11 metros cúbicos de aguas pluviales y residuales por segundo: 11.000 litros que pasan por un tubo de 2,75 metros de altura y 2,50 de ancho en el tiempo que se tarda en tirar de la cisterna.

Sentencia Luis Alemany, gerente de la Empresa Municipal de Aguas, que la red de saneamiento es una de esas infraestructuras esenciales para una ciudad cuya existencia sólo se nota precisamente cuando falta. Como cuando, hace no tantos años, cualquier fuerte tormenta de otoño o primavera colapsaba la Puerta de la Villa, la avenida de la Costa o la calle de Brasil. «Hoy esas inundaciones prácticamente han desaparecido», apunta. Recuerda, no obstante, cómo en septiembre de 2006 los sumideros volvieron a verse desbordados por una tromba que descargó hasta 81 litros por metro cuadrado y el agua se adueñó durante horas de las calles. «Aún así, no es comparable a lo que ocurría hace veinte o treinta años, cuando los bomberos tenían que rescatar con lanchas a los vecinos».

En las últimas décadas se han invertido decenas de millones de euros -«si hubiera que actualizarlo a precios constantes, no sabría cuantificarlo»- en la ampliación de la red de saneamiento, una de cuyas últimas infraestructuras en entrar en servicio, este año, ha sido el pozo de tormentas de Poniente. Con una capacidad de almacenamiento para 26.000 metros cúbicos de agua, tiene precisamente como finalidad absorber avenidas como la de hace tres años y superiores, para evitar el colapso de la red general. Es la una pieza más de un entramado que entre tuberías, colectores, interceptores y emisarios suma 880 kilómetros de conducciones subterráneas. Si se pusieran en línea podrían cubrir toda la costa Cantábrica, desde Estaca de Bares hasta Bayona.

Sólo un 3% 'visitable'

De esta enorme red, sin embargo, sólo 23 kilómetros, apenas un 3% del total, son 'visitables'. Son los grandes colectores -todos ellos con más de un metro con ochenta de diámetro- en los que desembocan el resto de cauces y que conducen a su vez a las dos plantas de pretratamiento: La Figar en la cuenca Oeste y La Plantona en la Este. De forma regular, no menos de cuatro veces al año, los servicios de mantenimiento de la EMA, un equipo de 23 personas, revisan in situ su estado, metro a metro, para evitar que el curso subterráneo de las aguas pluviales y residuales pueda verse afectado por la acumulación de sedimentos.

La inspección, en plena oscuridad -linternas aparte- y no apta para claustrofóbicos, no está exenta de un ritual. Una hora antes de bajar por la roñosa escala, anclada a la pared, que une la boca de la alcantarilla con el pasillo del colector, se retiran las tapas a lo largo del tramo que va a ser inspeccionado para permitir que el túnel se ventile. De otra forma, la atmósfera abajo sería prácticamente irrespirable. Aún así, cuando finalmente los operarios entran al túnel lo hacen equipados con un detector de gases digital que controla la presencia o ausencia de oxígeno y alerta en su caso de la aparición de compuestos tóxicos como el ácido sulfhídrico, el metano o el monóxido de carbono. Llevan también un respirador portátil para el suministro de oxígeno en caso de emergencia.

Aunque las labores de revisión y limpieza las llevan a cabo entre una o dos personas, para desarrollar estas tareas se moviliza un equipo de al menos ocho miembros, la mayoría de los cuales permanecen fuera como apoyo, para intervenir en caso de ser necesaria la evacuación de un compañero. «Hace años, trabajando en un colector cercano a una fábrica, tuvimos que salir a toda velocidad porque tiraron unos ácidos a pesar de haberles avisado de que no lo hicieran», explica José Ramón González, un veterano del servicio con más de 30 años inspeccionando cloacas. Los materiales que quedaron en el agua se quemaron. Y es que al margen de las fugas procedentes de los servicios de gas, el principal peligro para estos operarios llega de los vertidos que realizan los usuarios de la red, principalmente industrias y comercios.

Tortugas por el desagüe

Mientras armados de palas y cangilones -grandes cubos que llevan al arrastre para ir recogiendo los restos pegados al fondo- los operarios van retirando las «playas» de sedimentos que pudieran suponer un obstáculo para las aguas, a su lado, flotando sobre el río marrón, ven pasar de todo. «Lo más extraño que recuerdo es una dentadura», apunta Isaac Vallina. Su compañero Ángel Quintanilla explica cómo en una ocasión de una bajante llegaron a sacar «un colchón de lana. Tirábamos y tirábamos y no se acababa. Era como si hubieran matado una oveja». En los colectores también han rescatado pequeñas tortugas abandonadas por sus dueños a través del desagüe, aunque las reinas de la cloaca siguen siendo las ratas que, no obstante, «nos tienen más miedo a nosotros que nosotros de ellas». Quizás no ocurriera lo mismo si Gijón fuera Nueva York, pero en las alcantarillas de la EMA, de momento, aún no han anidado los caimenes.

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