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Sábado, 22 de febrero 2014, 02:43
No deja de ser una cruel ironía que su padre falleciera en un cine a los 40 años. Fue un ataque al corazón, ella tenía solo diez, y no vio su cadáver, así que lo imaginó secuestrado por la CIA, como en una película de espías. Eso ha contado en alguna ocasión Cate Blanchett (Melbourne, Australia, 1969) sobre aquel triste día. Su madre, June, profesora, conoció al marine tejano Robert 'Bob' Blanchett cuando su barco estaba atracado en la ciudad y se enamoraron. Después, él dejó el ejército y se hizo publicista. Tuvieron tres hijos; Cate era la segunda. Recuerda que cuando sucedió aquella tragedia, ella no pensaba en sí misma, sino en su hermano mayor, muy afectado por aquello, y en la pequeña, que nunca recordaría a su padre. Un amigo de éste le dijo en el hospital: «Va a ser un momento muy, muy difícil para tu madre. Y tienes que ser muy, muy buena».
Porque Blanchett, favorita al Oscar por su papel de perturbada dama de la alta sociedad venida a menos en 'Blue Jasmine' (cinta de Woody Allen que ya le ha valido el Bafta británico) parece haber emprendido desde entonces una carrera para ser no solo buena, sino la mejor. Y en todos los aspectos, tanto fuera como dentro de casa. Contaba el 'Daily Mail' que, tras su boda en 1997 con el autor y director de teatro también australiano Andrew Upton, su primer y único marido desde hace 17 años (por cierto, la madre de Blanchett nunca volvió a casarse), estaba tan ansiosa por tener niños que compró docenas de tests de embarazo y se obligó a usar 'solo' tres por semana. Logró su objetivo: a sus 44 años tiene tres niños, Dashiell John (2001), Roman Robert (2004) e Ignatius Martin (2008), al que llaman Iggy. Tiene como regla que los asuntos profesionales no la aparten de ellos más de seis días seguidos. Lo suyo le cuesta, porque es una de esas actrices que no paran, desde que se dio a conoce internacionalmente en 1998 como la reina de Inglaterra en 'Elizabeth' (estuvo nominada a los Oscar y se llevó un Bafta y un Globo de oro).
Mansión ecológica en Sídney
Su noviazgo fue un visto y no visto; se conocieron durante la grabación de un programa de televisión y al mes de haberse besado por primera vez ya se habían dado el 'sí quiero'. Hoy la cosa sigue funcionando hasta tal punto que ella tiene acceso libre a todos los emails que recibe su marido. «Él odia los correos electrónicos. Trabajamos juntos y es una forma de sincronizar nuestras vidas. Sobre su esposo: «Soy increíblemente afortunada de haber conocido a una persona que asume riesgos, es inteligente, generoso... Es realmente increíble». Sí, especialmente en la meca del cine: «Yo no creo que sea más difícil para los actores tener un buen matrimonio. Un componente muy importante en cualquier relación es la honestidad».
Tras una primera época en Inglaterra, en 2004 se mudaron a su país natal y compraron por 10,2 millones de dólares (7,4 millones de euros) una mansión de 700 metros cuadrados edificada en 1877, y la restauraron para hacerla más ecológica. Bulwarra, que así se llama la casona, tiene seis habitaciones, cuatro cuartos de baño, cinco chimeneas, una bodega de 1.500 botellas... Recientemente contaba al 'Daily Mail' cómo tiene montada su vida para que todo funcione: «Sé lo que hay que hacer al final del día, lo que tiene que estar hecho por la mañana. Tres fiambreras con el almuerzo, tres mochilas y los tres uniformes del colegio». Además, lo apunta todo. «Cuando se tienen tres niños y un marido, hay que aprender a sobrevivir. Hasta el perro es macho. En medio de tanto hombre me siento como la abeja reina... Y me encanta. Puede que sea caótico pero impide pasarse el día mirándose el ombligo», decía en 'Mujer Hoy'.
Ha dado muestras de su rebeldía en Hollywood. Después de que una cámara 'escanease' todas sus curvas en la reciente entrega de los premios del Sindicato de Actores de EE UU, soltó: «¿Esto también se lo hacéis a los tíos?». «La prensa nos juzga por las apariencias y no por nuestro talento», ha añadido. El año pasado, hablando sobre feminismo y política en la televisión, se refirió a la «ola de conservadurismo que barre el globo». «Honestamente, pienso en mi apariencia menos de lo que lo hacía hace diez años. Antes podías ser Joan Crawford y Bette Davis y trabajar bien con 50 años porque se habían convertido en diosas. Ahora las mujeres tienen fecha de caducidad».
No cree en el más allá
Algunos la consideran la nueva Meryl Streep. En sus rasgos, su elegancia y su delgadez pueden encontrarse reminiscencias de Greta Garbo, Lauren Bacall y Katharine Hepburn. Precisamente, su interpretación de ésta en el filme 'El aviador' (Martin Scorsese, 2004) fue premiada con el Oscar a la mejor actriz de reparto. Rodeada de divas que han modelado, mejor dicho, estropeado su rostro en cuanto han detectado los primeros signos del paso del tiempo, ella se declara anticirugía: «La gente lleva una década, probablemente más, operando sus caras y cuerpos, y ahora están viendo que, a largo plazo, no es una solución». Sobre la vejez, asegura que no le asusta hacerse mayor: «Las arrugas y las líneas de expresión forman parte de la naturaleza humana y también indican que hemos aprovechado al máximo nuestro tiempo. ¿Quién querría tener una cara hierática que no revelara lo mucho que hemos disfrutado en esta vida?». A 'Vanity Fair' contó que su marido «se divorciaría» si entrara en quirófano por eso.
Quizás le ayuda su rostro de perfecta blancura y finas líneas. Lleva mucho tiempo siendo la imagen de la marca cosmética SK-II y del perfume 'Sì', de Giorgio Armani. ¿Su secreto de belleza? Tomar en ayunas un vaso de agua con limón, caminar y practicar esquí acuático. Ha llegado a decir que no piensa en la muerte de su padre para provocarse las lágrimas. pero aquel momento de pérdida volvió a ella como un boomerang cuando su marido se acercaba a los 40. Se confesaba así a 'Vanity Fair' en 2009: «Estaba obsesionada. ¿Se había hecho su chequeo? ¿Necesitaba ir al médico, al dentista...? Cualquier pequeña tos, ya estaba encima de él. Los meses pasaron y me di cuenta de que quizá lo de mi padre fuera la razón de mi obsesión». Aquello también le dio una visión de la muerte «como algo que debe y puede coexistir con la vida. No doy las cosas por sentado, el tiempo es muy corto». Y eso que ni siquiera cuenta con el consuelo de creer en una vida más allá de esta: «Desearía hacerlo, pero no creo que seamos tan importantes».
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