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ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
Lunes, 29 de julio 2013, 11:23
La playa de Copacabana es un lugar ideal para pegarle un giro a la Iglesia en clave tropical. Ha sido el azar o la providencia, porque la misa multitudinaria que cerró ayer la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) de Río de Janeiro debía celebrarse en una anodina y remota explanada fuera de la ciudad, como en ediciones anteriores. Lo impidió el mal tiempo, pero ha sido una bendición porque Copacabana se convirtió desde la noche del sábado, con cientos de miles de jóvenes que luego se quedaron allí a dormir hasta la misa de ayer, en una fiesta caótica y playera que rejuveneció el mensaje de la Iglesia. Ante una impresionante muchedumbre silenciosa, Francisco remató su consigna de revolución con una poderosa llamada de cambio. Tanto en la Iglesia y en la conversión personal como en el plano social, una secuencia que para él es natural, la misma cosa, y de hecho por primera vez habló de forma explícita de las protestas de los últimos años: «He seguido atentamente las noticias sobre tantos jóvenes que, en muchas partes del mundo, y también aquí en Brasil, han salido a las calles para expresar el deseo de una civilización más justa y fraterna. Son jóvenes que quieren ser protagonistas del cambio. Los aliento a que, de forma ordenada, pacífica y responsable, motivados por los valores del evangelio, sigan superando la apatía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes sociales y políticas de sus países». En resumen: no rompan nada, pero sigan con la bronca, que tienen ustedes razón.
La cuestión de los números es confusa, para variar. Según la organización, Francisco reunió a tres millones de personas, pero con el concierto de los Rolling Stones en el mismo lugar en 2006 se habló de 1,2 millones, y basta comparar las fotos para ver que son similares. Da igual, en cualquier caso una barbaridad de gente. Ante esta marea de jóvenes el Papa les invitó a salir a la calle y dejar la retaguardia, a ser una vanguardia social. Para Francisco una fe viva también se traduce en modo activo en el plano político en luchar por un mundo más justo: «¡Por favor, no dejen que otros sean los protagonistas de los cambios, ustedes son el futuro. No seáis cobardes, no 'balconeen' la vida, no quedaros mirando desde el balcón sin participar, entrad en ella, como hizo Jesús y construir un mundo mejor y más justo, no se queden en la cola de la historia!», les espoleó. Con metáforas futbolísticas empujó a los jóvenes a «jugar para adelante». «¡Jesús nos ofrece algo más grande que la Copa del Mundo!», remató. Puede parecer una frase fácil, pero también sintoniza con las manifestaciones de Brasil, que protestan contra el derroche de dinero público en el Mundial de 2014.
En la misa final de ayer, donde hubo un recuerdo a las víctimas del accidente de tren de Santiago de Compostela en el momento de las peticiones, el Papa anunció que la próxima JMJ será en Cracovia en 2016. Francisco se va de Río sin leer la cartilla sobre cuestiones concretas, como preservativos y demás, como hacían Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ayer solo hizo una defensa del matrimonio contra «la cultura de lo provisional, que en el fondo cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, que no son capaces de amar verdaderamente». Pero lo hizo siempre en el mismo lenguaje: «Les pido que sean revolucionarios, que vayan contracorriente». El objetivo de esta semana ha sido que estos jóvenes salgan ahora a anunciar el mensaje cristiano «hasta las periferias existenciales, también al que parece más lejano, más indiferente».
En este viaje a Brasil, que lleva un mes con manifestaciones contra las desigualdades y la corrupción, Francisco se ha consagrado definitivamente como el Papa de los indignados. Ha avalado desde el primer día las protestas y ha subido a ellas a la Iglesia como protagonista con propuestas en clave cristiana. Supone una auténtica revolución de consecuencias difíciles de prever, también en cuanto a la oposición que puede suscitar este Papa en sectores conservadores hasta ahora muy tranquilos con el Vaticano, dentro y fuera de la Iglesia. El mundo político latinoamericano de izquierda ya ha intuido que puede tener un nuevo aliado: en la misa estaban presentes, junto a la presidenta brasileña Dilma Roussef, la argentina Cristina Kirchner y el boliviano Evo Morales.
Si no fuera porque citaba la Biblia, sería para preocuparse por la violencia de algunas palabras que Francisco pronunció ayer: «Cuando Dios envía al profeta Jeremías le da el poder para 'arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para reedificar y plantar'. También es así para ustedes. Llevar el evangelio es llevar la fuerza de Dios para arrancar el mal y la violencia; para destruir las barreras del egoísmo, la intolerancia y el odio, para edificar un mundo nuevo». Este viaje ha dejado claro que Francisco no piensa solo en la Curia cuando se propone hacer limpieza. Está pensando a lo grande, con una ambición de presencia en el mundo que la Iglesia había abandonado por debilidad o complejo. Al despedirse en el aeropuerto saludó con «una esperanza inmensa a los jóvenes de Brasil y el mundo entero, por medio de ellos Cristo está preparando una nueva primavera en todo el mundo». «No olviden lo que han vivido aquí», les dijo. Será difícil porque el viaje de Francisco a Brasil ya ha hecho historia.
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