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JOSÉ AHUMADA
Martes, 3 de abril 2012, 09:23
El está convencido de que le cae bien al Rey. «De ahí a que seamos amigos hay una distancia. Los reyes no tienen amigos», sentencia. De sus encuentros con él le queda la impresión de que se trata «de un tipo campechano, muy intuitivo, con sentido del humor y una gran capacidad para radiografiar al que tiene enfrente». Tampoco es una gran novedad. «Guardo secreto de muchas confidencias por razones de Estado, pero sí puedo decir que pela los percebes con una rapidez y habilidad que no había visto en nadie». Eso sí es una revelación.
Miguel Ángel Revilla (Polaciones, 1943), expresidente de Cantabria, más conocido fuera de su región como 'exportador' de anchoas y sobaos, descubre en su libro 'Nadie es más que nadie' (Espasa), que hoy sale a la venta, la cara más humana y terrenal del poder. El título ya da una pista. «A lo largo de mi vida he compartido experiencias con el Rey, con Zapatero, con Aznar y, seguramente, con más de mil taxistas, y siempre he llegado a esa misma conclusión».
Resulta complicado definir la obra. A veces parece una galería cómica de personajes; otras, una autobiografía al uso. Pero Revilla no se amilana y va más allá, destapando causas y consecuencias de la crisis e incluso planteando salidas a la situación. Quizás a pesar suyo, los capítulos más jugosos corresponden a sus anécdotas más sonadas y, entre todos, su desternillante crónica de la boda del Príncipe Felipe y doña Letizia, que deja a la altura del betún al Truman Capote de las crónicas de sociedad más corrosivas.
Revilla pasó de ser un presidente de provincias a un personaje televisivo de fama nacional de la forma más inesperada e ingenua. Forofo confeso del Racing de Santander -con los bolos y las traineras, su gran pasión deportiva-, solía participar en las tertulias de una cadena local después de cada partido. El 23 de mayo de 2004, al día siguiente del enlace real, allí estaba, al pie del cañón, dispuesto a analizar el juego de su equipo del alma, cuando empezó el bombardeo. «Ya sabemos que entiende de fútbol -le dijeron-, pero hoy queremos que nos hable de la boda». Y no tuvo problema.
«Inconsciente de mí, hablé como si lo estuviera haciendo con un grupo de amigos, totalmente ajeno a la trascendencia que iba a tener lo que dije en aquel programa». Así, confesó que el presidente andaluz, Manuel Chaves, le contagió su preocupación por la larga duración de la ceremonia. ¿Aburrimiento? No, problemas de próstata. Solo existía una solución. «Había que tomar como desayuno medio tazón de café solo con sal, porque retiene líquidos y, de esa manera, podríamos soportar bastante mejor lo que nos esperaba».
Contó cómo, apurado, echó a correr en busca de un baño en cuanto llegó al Palacio Real. Concretamente en esos aseos conoció a Harald de Noruega, a quien encontró «¡en el trono!», cargado de medallas y con un sable colgando. «Una situación así no es culpa de quien llega y abre la puerta, sino de quien está dentro y no la ha cerrado».
Llegó después el repaso al menú. Acostumbrado a los banquetes de la tierra, Revilla casí se queda solo en el comedor esperando al plato principal. «La verdad es que todo estaba rico, pero escaso».
Al día siguiente, el eco de sus historias llegó hasta las 'Crónicas marcianas' de Javier Sardá, por aquel entonces el espacio de televisión nocturno y gamberro que parecía ver todo el mundo. Ofrecieron recompensa por la grabación, y la noche siguiente tenían la cinta. Fue apoteósico. Con España acostumbrada al relato de bodorrios de alta gama como si de un cuento de hadas se tratase, esa visión que podría haber firmado el señor Barragán resultó un bombazo.
«La conclusión a la que llegué fue que no se puede hablar de la boda de unos príncipes como si fuera la de una persona cualquiera. Ése fue mi gran error». Lo pagó caro y le llovieron palos por todas partes. «Incluso llegué a pensar en la dimisión como presidente». Sí, pero acababa de nacer una estrella.
A partir de ese momento, sus apariciones televisivas, sus intervenciones radiofónicas y sus entrevistas en periódicos se multiplicaron. Hasta llegó a ser colaborador fijo en el programa de Buenafuente. El personaje resultaba atractivo: enemigo de llevar escoltas y alejado de los oropeles del poder -hasta el punto de poder coger un taxi para plantarse en La Moncloa-, miraba con ojos de asombro un mundo que solo quienes mandan entienden y utilizaba para explicarlo un lenguaje que llegaba a todos.
La fórmula era arriesgada, pero funcionó, y pronto se comprobó cómo la cercanía de Revilla convertía en cachondos a los tipos más estirados, dispuestos a no quedarse atrás en la carrera por ser más majo y natural.
La gracia le duró lo que el cargo. Descabalgado de la presidencia regional en mayo de 2011, ya no encuentra tanto público dispuesto a reír sus chistes, o puede que en las actuales circunstancias lo que funcione sea un político con la cara seria. Él también la tiene, sobre todo cuando habla de terrorismo, de corrupción, de crisis... Él también puede hablar de una vida dura y contar que nació en un pueblo en plena posguerra, que aprendió a cuidar ovejas, que tardó diez años en probar un plátano, que se tuvo que buscar la vida para poder estudiar Económicas en Bilbao. De cómo en esa ciudad encontró su vocación política, coincidió en la universidad con los fundadores de ETA y comprendió que Cantabria, entonces Santander, tenía personalidad suficiente para constituir una autonomía. Puede recordar cómo abandonó un buen trabajo de director en una oficina del Banco Atlántico por el cargo de diputado de un recién nacido PRC (Partido Regionalista de Cantabria) de incierto futuro. Y cómo esa decisión le obligó a vender su barquito, a mudarse a un piso más modesto. Tiempos de pelea.
La parte buena es la que cualquiera conoce: su formación fue ganando diputados hasta alcanzar la condición de socio de gobierno durante dos legislaturas con el PP, que le cedió el cargo de vicepresidente. Cambió de compañía cuando Zapatero, como líder del PSOE, le ofreció en 2003 la posibilidad de dirigir de Cantabria, un año antes de que él mismo fuese elegido para conducir el país. «Llegó a la presidencia sin esperarlo y con un currículum exento de medallas ganadas en el campo de batalla». No como él, que tomó la alternativa «con sesenta años y el trasero pelado de andar en jaulas».
Fueron los tiempos de sonrisas y palmadas en la espalda, de la promoción continua de las bellezas del terruño, del optimismo, de los grandes proyectos... Después vendrían los chascos, las promesas de un AVE que nunca llegó hasta Santander, el paso de la abundancia a la pobreza y, finalmente, la derrota electoral.
Nada mejor que una ración de filosofía 'revillista' para encajar el golpe. «Me basta con tener salud. Poder salir un día a cualquier río de Cantabria con una caña para pescar unas truchas, jugar una partida de tute con los amigos, recoger setas en mayo, contemplar una puesta de sol sobre los Picos de Europa, sentirme querido por muchos...».
Se fue Revilla y, a la vez, la prosperidad . Ya no hay quien diga que «siempre que esté la Reina en una comida hay que ponerse en lo peor en cuanto a cantidad», ni que en la Casa Real «las comidas no son para tirar cohetes». En realidad, ya nadie los tira.
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