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POR J. F. GALÁN
Domingo, 1 de abril 2012, 12:04
La vida de Tito, 'el de La Cantina', transcurre paralela a las vías del tren. Natural de Gijón, Arsenio Fernández, nombre por el que muy pocos le conocen, llegó a Avilés en 1939 junto a su madre, Edesia Rodríguez, viuda de un empleado de los Ferrocarriles de Hierro del Norte de España, y seis de sus siete hermanos. El Estado le había otorgado la concesión de la cantina de la estación, que como todas las demás, era una sencilla barraca de madera que ofrecía bocadillos a viajeros y empleados. Hoy, 73 años después, el traqueteo del tren sigue escribiendo la banda sonora de la historia de Tito, un hombre inquieto, apasionado del trabajo, de la náutica, del Real Madrid (preside la peña blanca de Avilés), del buen vino y de la pulcritud.
Lo que ha cambiado, y mucho, es el paisaje que ve desde la ventana, tanto hacia dentro como hacia fuera, el físico y el humano. Ya no hay locomotoras de vapor, ni carbón, ni bullicio en los andenes. En la estación apenas queda personal, y la mayoría de los clientes ya no busca un bocadillo para matar el hambre en el largo viaje a Villabona o en el corto trayecto hacia la playa de San Juan de Nieva.
La clientela actual acude a La Cantina a degustar su vermú solera, sus cervezas, sus percebes y sus quisquillas, a disfrutar de una cafetería con cierto aire de british pub que, claro está, ya no es de madera, aunque ésta predomina en su interior.
El edificio actual se construyó en 1969. Nueve años atrás, Tito había contraído matrimonio con Griselda Viña, de Bañugues, con la que tuvo cuatro hijos: Montserrat, Begoña, Ricardo y Jorge. Su madre, Edesia, falleció en 1955, y él se hizo cargo del negocio junto a una de sus hermanas, Josefina, que no mucho tiempo después abriría el suyo propio, dejándole a él y a su mujer al frente de La Cantina.
El ladrillo había sustituido a la madera, y aunque en los primeros años de la década de los sesenta el edificio ya había sido objeto de una remodelación, la apertura de La Cantina al público en general -hasta entonces estaba restringida a viajeros y empleados- y la creciente afluencia de clientela, atraída por la calidad de los platos que allí se servían y por la generosidad de las raciones, dejaron pequeño el comedor. Impulsado por ese carácter inquieto y animado por Griselda, Tito lanzó un órdago. Había que hacer algo diferente, innovador, no una reforma, por muy profunda que fuere. El edificio fue demolido, y sobre sus cimiento se construyó el que hoy conocemos.
La Cantina se convirtió en un restaurante de renombre, en una reputada sala de banquetes con capacidad para 220 personas, en una referencia gastronómica y social. Fabas con almejas, merluza con angulas, solomillo a la inglesa, materia primera de primera calidad y ese vermú elaborado en la casa con Priorato y Rioja.
La excelente bodega, con vinos franceses e italianos que difícilmente podrían encontrarse en otra parte, una selecta carta de cigarros puros y una esmerada atención completaban la atmósfera, envuelta en el sonido que salía del magnífico equipo de música que instaló en el local, probablemente el primero estereofónico que hubo en Avilés.
Asesorado por un amigo, Tito apartó de los fogones a su mujer, pese a que Griselda cocina muy bien, confiándoselos a José Ramón Alonso, del afamado restaurante La Campana de Oviedo. «Entre mis pacientes abundan mujeres que trabajan en la cocina de restaurantes familiares», le dijo su amigo, médico psiquiatra, consejo que siguió al pie de la letra.
La fama y la popularidad de La Cantina no cesaba de crecer. Bodas, comuniones. Antes de cerrar fecha con el cura había que hacerlo con Tito, no fuera a ser que la segunda planta de La Cantina ya estuviera reservada. En la tercera está su domicilio.
Además de locales, los foráneos abundaban entre su clientela, gente más bien pudiente. Llevarlos allí no era tarea sencilla. ¿Comer en una cantina de estación? Una vez despojados de sus recelos terminaban rindiéndose ante el encanto del local, la calidad de los productos, el trato recibido y los precios. Allí comieron y bebieron personajes tan ilustres o populares como Severo Ochoa, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo o Ramón Mendoza, entre otros muchos.
Tito, un enamorado de la mar, y Griselda decoraron el local con metopas, bitácoras, timoneras y todo tipo de efectos náuticos. «No hay combinación más agradable que el bronce y la madera», asegura. Así, con el paso de los años, ha formado una extraordinaria colección de antigüedades navales, con piezas tan destacadas como la campana y la bitácora de la fragata acorazada Victoria, rebautizada así después de rescatar del exilio a Amadeo de Saboya y a la Reina Victoria. Guarda la colección en la segunda planta de La Cantina, en la antigua sala de banquetes, que tuvo que cerrar en 1982.
Las filtraciones de agua y la inestabilidad del terreno, arenoso, dañaron la cimentación, hasta el punto de que la estructura no estaba en disposición de soportar durante mucho más tiempo las vibraciones producidas no solo por el tráfico ferroviario, sino también por las 220 personas que con frecuencia abarrotaban la sala. Sobre todo si bailaban, como sucede en casi todas las bodas.
Colón y Kobpe
Tito decidió embarcarse en una nueva aventura. Se hizo cargo del histórico Café Colón, en la esquina de La Muralla con la Plaza de Pedro Menéndez, muy cerca del Kobpe, que regentaba desde 1975. Impulsado una vez más por su carácter, lanzó otro órdago: convertirá tan tradicional establecimiento en un pub exclusivo, único, de lujo, al gusto. Roble, bronce.
La cuantiosa inversión y el derroche de ilusión no encontraron recompensa. «Estaba precioso. La gente decía que era demasiado para Avilés, cosa que nunca entendí. Me hizo mucho daño», recuerda con gesto de frustración. El caso es que Tito traspasó el negocio, que no mucho después cerraba definitivamente. Y hasta hoy.
La Cantina nunca dejó de funcionar. Tras el obligado cierre de la sala de banquetes había que adaptarse a las nuevas circunstancias, y Tito dio una vuelta al negocio, conservando las raíces. Las cervezas, las raciones de percebes, quisquillas o jamón, los vinos de calidad y muy especialmente ese vermú de solera siguen siendo el santo y seña de la casa.
Tito y Griselda, ya jubilados, siguen pasando allí muchas horas al día, y los fines de semana el bullicio es tal que recuerda los tiempos en los que la estación del ferrocarril era uno de los lugares más animados de la villa. «El negocio está en el vermú, el resto es reclamo y atención al cliente», reconoce en voz baja.
Su hijo Ricardo lleva las riendas del Kobpe, Montserrat es periodista en un reconocido grupo televisivo, y ha dirigido programas como 'Caiga quien caiga' o '¡Qué me dices!'. Begoña vive en Panamá, y Jorge tiene un restaurante de hamburguesas en Bilbao.
En cuanto a Tito, es fácil encontrárselo en La Cantina, junto a su mujer. Y el tren sigue pasando.
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