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MARIFÉ ANTUÑA
Sábado, 7 de enero 2012, 13:30
Su huella en la historia de la fotografía española tiene mucho color. Tiene todo el color de la España de los sesenta en la que un buen día Gonzalo Juanes (Gijón, 1923) dio carpetazo al blanco y negro y comenzó a disparar diapositivas. Aquello fue fruto de la vagancia, por librarse del «dichoso laboratorio en blanco y negro», y la curiosidad por hacer algo diferente en aquellos tiempos en que las cosas serias no tenían ni un ápice de color. Y así, mirando tras el objetivo la vida misma, el fotógrafo gijonés marcó un antes y un después. Tiene 88 años Gonzalo Juanes y una convicción: «La fotografía no es un arte, es un oficio, es algo sin lo cual la civilización actual no funcionaría», dice. A continuación aclara y matiza tanta contundencia. Es un oficio y, a veces, no siempre, también arte. «De cien fotografías, veinte tienen una base artística, el resto es oficio», explica. Añade ipso facto que el arte no está en la perfección, que el dominio de la técnica no garantiza que surja la magia. Eso nunca es suficiente. -¿Cómo se consigue la magia? -Uff, ahí está el secreto... Yo siempre doy una receta que vale para mí: si veo algo y me conmueve estoy ante la posibilidad de hacer una obra artística. Dicho de otra forma, mirar a alguien que pasa y ser capaz de rescatar ese momento en una imagen, de atrapar su magia. Ahí está el camino del arte. Él rechaza los méritos que se le atribuyen, pero confiesa esa pasión por la imagen que comenzó en blanco y negro en aquellos tiempos de revelar y revelar, en los años en los que Isabel Asensio, su mujer, ejercía como modelo, en los años cincuenta del perito industrial recién instalado en Madrid que dijo que sabía revelar fotos -y mintió- cuando empezó a trabajar en el Instituto Nacional de Soldadura. Así, en 1952 (cinco años después se instaló definitivamente en Gijón), comenzó todo. Con el tiempo, la afición a mirar tras el objetivo le llevó no solo a pulsar el disparador, sino también a reflexionar, a formar parte de un grupo, Afal, que también es historia y que reunió a nombres como Cualladó, Masats, Pérez Siquier, Maspons, Paco Gómez... Juanes, que ha dejado Gijón para refugiarse en Lué (Colunga) junto a su mujer, mantiene la memoria fresca para recordar unos y otros años. Recuerda que sus tiempos de mayor entusiasmo llegaron en sus inicios, rememora cómo cuando dio el salto al color lo hizo contracorriente en un mundo en el que lo creativo se dibujaba en muchas gamas de grises y no olvida que nunca le dio una oportunidad al papel. Su apuesta fueron las diapositivas. Tanto que incluso se deshizo en un arrebato que hoy no entiende de todos sus negativos: «Es lamentable, un día muy alegre llegué a la conclusión de que no podía seguir haciendo blanco y negro y los tiré». -Sabe que dicen que usted fue uno de los fotógrafos que revolucionó el color en España. -Bueno, yo hacía lo que podía. José Manuel Navia, autor del texto del libro de PHotoBolsillo que la Biblioteca de Fotógrafos Españoles le dedicó, piensa algo más profundo sobre lo que significó su trabajo: «Pero Gonzalo no se enfrentará al color como un nuevo medio de expresión que haya que tratar de un modo distinto, que exija otro lenguaje. Y menos aún, como un medio para hacer un trabajo más comercial -no lo necesitaba- o más original. Fascinado ante la riqueza del color y convencido de que la vida es en colores, seguirá haciendo la fotografía que le gusta, o mejor aún, la que le importa, pero en color». La grandeza de su obra, dice Navia, radica en que fue capaz de «incorporar con la mayor naturalidad el color a su propia mirada». Eso hizo Gonzalo Juanes con fotos fundamentalmente captadas en Madrid y Gijón. Célebre es su serie de instantáneas sobre la calle Serrano. Niños, mayores, familias, casas, pueblos, tiendas, cafés... Disparó con tino y acertó. Era su momento. Era el momento en el que Juanes, como habían hecho años antes algunos fotografos americanos de la FSA (Farm Security Administration) se sirvió de la película Kodachrome para lograr un color orgánico y auténtico. Eso le enlaza con profesionales como Jack Delano y Russell Lee, según recoge Navia en el libro. En la autencidad, en la ausencia de falsedad está la clave del éxito. «Yo soy muy clásico, estoy en edad de serlo», dice el fotógrafo gijonés cuando se le habla de la fotografía de hoy a la que mira de frente, sin recelos, pero con la distancia de los tiempos. «Cada uno está obligado a trabajar con los medios de su época, yo comprendo que ahora estoy desfasado, pero tengo la ilusión de que la fotografía analógica tiene algo más de real, un resultado más humano... Pero eso igual es ilusión mía», dice. Claro que, en el fondo, lo que se ha de buscar es lo mismo: «La cuestión es llegar al final, hacer una buena foto». Dicho lo cual, tiene claro que es posible hacer maravillas sin negativos ni diapositivas de por medio, que todo es más fácil con una tarjeta de memoria, que ofrece un posibilidades infinitas y apasionantes. Pero quizá a él ya le ha llegado demasiado tarde. Tiene cámara de fotos en el móvil, pero no la usa. Pero sigue haciendo fotos. Ya no se sirve de una cámara manual este mago de la luz que sufre una enfermedad degenerativa del ojo. Le impide leer, pero sigue mirando. Se sirve ahora de una pequeña cámara compacta automática analógica. Claro que él ya no le da ningún valor a lo que hace, aunque, eso sí, le pone nota sobresaliente a las imágenes que hoy capta su mujer con una Kodak desechable. No es Juanes amigo de echarse flores, pero sí lo hace su mujer: «Fabulosas, impresionantes, buenísimas, irrepetibles» son los calificativos que firma Isabel. -¿Cree que su trabajo está suficientemente valorado? -Yo creo que sí. «Pues yo creo que no», le contradice ella. Sea como fuera, Juanes tiene en su currículo tres exposiciones individuales (dos en Gijón, en el Revillagigedo y el CCAI y otra en la Bienal de Pescara, en Italia), y siete colectivas, las últimas en Photo España en Madrid en 2004 y en Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla en una muestra que rindió tributo al grupo Afal en 2006. Puede que el reconomiento no le llegara en su momento, puede que en 1963 sus imágenes las miraran con suspicacia sus colegas, pero hoy ya no. Hoy es un referente. «Nuestro autor había consumado un doble aislamiento: no solo vivía lejos, en Gijón, sino que había abrazado con pasión el color en una época en que los fotógrafos 'de verdad' hacían blanco y negro. Y así fue siendo olvidado poco a poco por sus propios compañeros, que despreciaban esas fotos que 'sólo se podían proyectar'. Pero la rotundidad de su trabajo estaba ahí, y el tiempo, siempre juguetón, a veces hace justicia».
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