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XUAN BELLO
Domingo, 30 de octubre 2011, 12:24
El milagro siempre está a unos pocos pasos de donde estamos. Pasamos por la vida, sin embargo, inadvertidos de que se ha producido algo que ha equilibrado el universo, el sentido de la vida, la noción que tenemos de nosotros mismos. Más acostumbrados a predecir y a temer tragedias, nos olvidamos frecuentemente de que somos -en tantos sentidos-felices; y seguimos calle adelante, con la angustia en los bolsillos, preocupándonos por Diestro y por Siniestro atenazándonos a la prisa, que huye, y a la inconsistencia de ser así de inconscientes. Pero la felicidad existe y no es ninguna estupidez, como declaraba aquel filósofo, ni una vana idea que sólo los niños y los viejos, a los que se les supone inmadurez, disfrutan plenamente. No se trata de buscarla en el futuro, sino de hallarla en el momento. La pregunta si se ha sobrevivido a tantas inclemencias no es por qué se está triste sino una muchísimo más valiente: ¿por qué, después de tanto, merezco la felicidad de este instante?
Concha, que ejerció de carnicera en Les Caldes de Oviedo, ha cumplido 107 años. Casi me mareo al escribir la cifra. Nació en 1904, en el mismo año que nació el pintor Salvador Dalí y los poetas Carmen Conde y y Cecil Day-Lewis, en la parroquia de Santa María de la O, en el lugar de Mieres de Llimanes (Siero), y su memoria es prodigiosa. Me siento con ella, le pregunto si se siente vieja, y su hija Conchita le grita al oído mi pregunta: oye mal pero su salud sigue siendo de hierro.
-Vieya vieya nun soi. Cumplí años, pero la cabeza ta nueva de todo -me contesta.
Guapa, coqueta y elegante, sentada en su silla, me mira a los ojos fijamente y me dice que su vida, así como así, no se puede resumir en cinco minutos. Vivió revoluciones, guerras, dictaduras, silencios. Cuando nació, reinaba Alfonso XIII. Aún lo haría hasta 1931, cuando se proclamó la República, y doña Concha trabajaba en un restaurante en la Plaza del Fontán (popularmente concido como la Casa del Gochín) donde iban a comer los obreros de la Fábrica de Gas de la Cuesta de la Vega. Concha era la cocinera y llegó a dar de comer a setenta comensales. Pero por entonces ya tenía 27 años, dos hijas y un pasado. Agárrense, que tiene curvas.
A los 8 años doña Concha emigró a la Argentina y, con esa edad, estaba fregando suelos en la Avenida Corrientes. Allí tenía algo de familia y, sobre todo, una tía providencial que la cuidó todo lo que pudo e ideó su vuelta para Asturias. Volvió en un gran barco y, durante dieciocho días de navegación, comió tan solo una onza de chocolate que le daba el capitán a las cuatro de la tarde al ver una niña tan guapa aterida de frío en una esquina. Cuando llegó a su pueblo en Siero, a las dos de la mañana, picó y picó a la puerta pero nadie abría.
-Había muerto un vecino -me dice-y pensaban que quien llamaba era su alma en pena. Y yo allí tiritando como un gatu y mi madre dentro, muerta de miedo.
Y se ríe como si eso no hubiese sido nada. Y subraya con determinación sus pasos por el mundo hasta llegar a este momento en el que ha jurado que por sus pantalones va a llegar viva hasta los 110.
Sólo en una ocasión estuvo enferma: un amago de infarto cuando cumplió los 90. Y me presenta a su familia, cuatro generaciones reunidas alrededor de ella. Entre hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, Doña Concha reúne a veintitrés personas que la miman con admiración, sosiego y fuerza. Hasta hace nada, hasta hace menos de un año, me comentan los suyos, había que vigilarla porque se escapaba a la huerta a trabajar.
-¡Teníala como un jardín! -me dice con orgullo.
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