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FAUSTINO F. ÁLVAREZ
Viernes, 14 de octubre 2011, 04:36
Hacer un musical sobre 'La Regenta', la novela de 'Clarín', recreada en el cine y en la televisión, y piedra angular de numerosos ensayos, tiene que ser una aventura apasionante para la que se necesita capacidad para que los sueños, sin dejar de ser sueños, aterricen y apasionen a los demás. Sigfrido Cecchini Arias, hijo de Carlos y Berta, que heredó el talento de su padre y la sensibilidad de su madre, ha hecho realidad ese proyecto, surgido en la nostalgia de su ciudad cuando estudiaba música en Boston y, en su habitación, como único libro en castellano, le miraba desde una estantería la imagen de Ana Ozores y la torre de la catedral de Oviedo que figuran en la portada de la primera edición de 'La Regenta'. Leyó la novela y, desde la distancia, los grandes personajes clarinianos se pusieron, de repente, a cantar, como quien pretende renacer en un nuevo formato para regresar a las calles de Oviedo, la heroica ciudad que dormía la siesta, y el viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. «Vetusta -prosigue Leopoldo Alas- , la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar sonido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica».
Cuando Sigfrido leyó el primer capítulo de 'La Regenta' la campana de coro sonó en su corazón con el aullido de las olas rompiendo sobre los maderos de un náufrago, y aquella Vetusta recreada se convirtió al instante en el Oviedo de su infancia, en el ámbito íntimo de quien lleva en los huesos del alma una señal a fuego que tiene como escenario la plaza de la catedral, poema romántico de piedra, o el campo de San Francisco, o la desgarrada falda del Naranco, o las praderías de Latores o de San Esteban de las Cruces. Es a veces la recreación desde la distancia de tiempo y de espacio más fuerte y más seductora que la contemplación, sin filtros ni visillos, de la realidad, del mismo modo que los espejos del Callejón del Gato son de tal crudeza que la deformación deriva en lucidez. Y si el lenguaje de Sigfrido Cecchini es la música, lo que hizo en aquella tarde de Boston fue incorporarse al coro que había surgido del libro, y en el que Ana Ozores y don Fermín de Pas bailaban la danza de la vida y de la muerte, con música de gaita, entre las rejas de un pentagrama en que las notas se apretaban como golondrinas con musgo en las alas. Un golpe de aire fresco había atravesado el Atlántico, había inundado aquel pequeño cuarto de estudiante, y pedía regresar misteriosamente a Oviedo para poner de pie a los personajes en el escenario del teatro Campoamor.
Así comenzó esta historia de un espectáculo musical que tiene, en sus orígenes, el milagro de la transfiguración: el relato convertido en sinfonía, la nostalgia recreada como belleza, el talento ejerciendo de sumo hacedor de esta joven, apasionante y arriesgada mirada hacia la gran novela que le dio a Leopoldo Alas la consideración del mejor autor de su tiempo, hermanándole con Flaubert y Tolstoi. Nadie es nadie para decirles a los demás lo que tienen que hacer o que pensar pero, habiendo leído el texto y escuchando una primera maqueta del musical, me atrevo a que el próximo 5 de julio, fecha en que se estrena la obra (que tendrá a Emilio Sagi como director de escena, y la escenografía y el vestuario a cargo de Daniel Bianco y Pepa Ojanguren, y con Elena Herrera dirigiendo Oviedo Filarmonía) será un día inolvidable.
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