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Avilés vibra con el 'Ricardo III' de Kevin Spacey y Sam Mendes
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Avilés vibra con el 'Ricardo III' de Kevin Spacey y Sam Mendes

Tras bajar el telón, la compañía recibió una ovación de cinco minutos sobre las tablas. El actor conquista al público en el teatro Palacio Valdés con un personaje cruel, pero a la vez cómico

ALBERTO PIQUERO

Jueves, 29 de septiembre 2011, 18:21

Ya teníamos un antecedente con resultado extraordinario. El 26 de agosto del año pasado subía a las tablas del Teatro Palacio Valdés, 'La tempestad', del inmortal William Shakespeare, alentada por la colaboración del Old Vic londinense y el Centro Internacional Oscar Niemeyer. La experiencia se repitió en la tarde de estreno de ayer, con los mismos nombres en la producción y recuperando otra obra del genio de Stratford-upon-Avon, en este caso Ricardo III, a los que se ha agregado la figura del actor y director Kevin Spacey, foco de todas las miradas en la tarima y en las calles de Avilés.

Palabras mayores. La villa del litoral asturiano, que se ha ido ganando en los últimos tiempos de manera más que merecida la condición de ciudad teatral por excelencia en el panorama internacional, crece y crece culturalmente, a lo que ha contribuido el Centro Niemeyer de forma definitiva.

Kevin Spacey se hace dueño del escenario desde el primer minuto, y consigue eclipsar al resto del reparto a lo largo de toda la función. Nada más levantarse el telón es su figura la que preside la escena sentada en una butaca desde la que comienza uno de los monólogos más famosos del dramaturgo inglés. El público, en completo silencio, escuchaba al actor ponerle cara a la maldad más absoluta con un personaje que también presenta una vis cómica que no pasó desapercibida.

La escenografía de la producción sorprendió por su sencillez: el escenario contaba con 14 puertas desde las que salían los distintos personajes. Y con cada muerte, propiciada por el espectro de la Reina Margarita y la maldición que pesaba sobre ellos, una cruz adornaba cada puerta, como descontando herederos al trono y personajes con los que conspirar.

El vestuario también dejó boquiabiertos a los asistentes, porque entre las propuestas modernas y los trajes de corbata que vestían los personajes masculinos se mezclaban los trajes femeninos de época y las propuestas más modernas. Como la corona de papel, que recuerda a los 'crackers' que los británicos llevan en cada gran celebración.

A la sencilla puesta en escena se sumó un aprovechamiento sonoro que sólo se consigue en teatros como el de Avilés. Los tambores, los ritmos nítidos y monótonos acompañaban a los actores desde el comienzo, y se convirtieron en una línea argumental más en varias ocasiones, por ejemplo cuando ocuparon parte del escenario para la coronación del Duque de Gloucester, que se convertiría en Ricardo III. Y los elementos sobre la escena también demostraban un esfuerzo por la sencillez: sólo una silla, una mesa y una cama, para una de las muertes, quizá la más violenta de todas que además chocaba con lo pacífico del resto, en la que jugaban un papel importante las luces.

Un destacado reparto

Kevin Spacey (Nueva Jersey, 1959), norteamericano residente una buena parte del año en Londres, pues sin duda ha quedado felizmente contagiado de la formidable tradición teatral inglesa, compuso un Ricardo III memorable. El actor, y también sus compañeros, le arrancaron al público cinco minutos de aplausos cuando se bajó el telón, y de hecho tuvieron que salir a saludar hasta en tres ocasiones porque el público se había quedado con ganas de mucho más.

Jorobado, con un brazo inerte y una pierna contrahecha, además de atuendo contemporáneo -Shakespeare siguió en ese sentido el modelo homérico que enlaza la fealdad y la corrupción personal-, con voz más allá del bien y del mal en un registro riquísimo de matices cínicos, propia de quien habita los abismos morales, dotó al personaje de unas características imponentes. Hayd Gwyne, en el rol de reina Isabel; Annabel Scholey, como lady Anne o Hanna Stokeley -que sustituyó a Gemma Jones- añadieron crédito y sustancia a un espectáculo desbordante, de aquellos que permanecen para siempre en la retina y en la memoria.

En alguna de sus declaraciones previas había dicho que incluso abandonó el tabaco y el alcohol para introducirse en la piel del duque de Gloucester, posterior rey Ricardo III. Y anécdotas abstinentes aparte, cabe afirmar junto al director de la función, Sam Mendes -quien también lo dirigió en American Beauty- que parece haber nacido predestinado para este papel.

La historia de aquel infausto e infame monarca, puede leerse -y verse- asimismo con zapatos contemporáneos, por así decir. La reflexión shakespeareana en torno al poder absoluto que no repara en ningún medio para alcanzar la corona, ya sea a través del asesinato indiscriminado o mediante la persuasión de una dialéctica equívoca y subyugadora que prende fundamentalmente en los corpiños femeninos, tiene su correlato en las dictaduras modernas. Y ya se nos anticipaban posibles semejanzas con tiranos como Gadafi. Es la universalidad del autor, lealmente adoptada por la compañía londinense, en la que participan británicos y norteamericanos.

«¡Mi reino por un caballo!», clama Ricardo III en frase que ha quedado en los anales populares, al perder la batalla de Bosworth, donde hallaría la muerte tras ser visitado por los fantasmas de todos aquellos a los que él había enviado al otro mundo. No perdamos nosotros la gloria de poder seguir asistiendo a unos acontecimientos teatrales tan colosales como el que el público ovacionó hasta el delirio en la velada de ayer. Hoy volverá al Palacio Valdés, con la ciudad como testigo de lujo.

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