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La edad ridícula
OPINIÓN ARTICULOS

La edad ridícula

Ya no nos sirven las vidas enlatadas que compraban nuestros padres y los padres de nuestros padres. Cada vez hay más gente que diseña su propio modelo de vida, a veces aparentemente ridículo, otras arriesgado y algunas más pionero

JOSÉ ÁNGEL CAPERÁN

Miércoles, 28 de septiembre 2011, 04:37

Si ya habéis cumplido los treinta y cinco, a buen seguro os habéis estresado pensando que a esa edad estaríais casados, pagando desahogadamente un piso y con un trabajo estable que os permitiría cancelar una hipoteca antes de las tres décadas, que, entre risas, os comprometistéis a pagar suponiendo que la vida os daría un golpe de suerte en forma de ascenso, herencia o 'Gordo' de la Primitiva. ¿Y los hijos? Hay que darse prisa, los cuarenta están ahí, el reloj biológico de la mujer empieza a alarmarse y el hombre no soporta la idea de recoger a su hijo de la guardería y que lo confundan con su abuelo. La frase más mezquina que alguien puede decirte hoy es: «Cielo, recuerda que hay un tiempo para cada cosa».

Marta tiene la sensación de que no es capaz de seguir el supuesto guión de su vida, igual que no podía seguir la clase de lectura rápida en cuarto de Primaria -«voy cinco años retrasada de lo que se supone que debiera ser y tener»-. Luis dice: «Estoy llegando tarde y mal a mi propia vida; estoy harto de que me digan que soy un inmaduro, que lo he tenido muy fácil; tengo treinta y ocho años y me veo en la obligación de llamar a mi padre, de sesenta, para que me cambie el aceite del coche».

Tanto Luis como Marta son prisioneros de las expectativas, de «lo que se debe hacer». Quizá es hora de echar una mirada alrededor y darnos cuenta de que realmente vivimos en un pueblo, con sus reglas estrictas de comportamiento y con un asfixiante costumbrismo que nos hace sentirnos como ovejas negras al mínimo imprevisto. Las viejas brujas enlutadas que espiaban a las hijas de las vecinas para desollarlas en las tertulias al sol de la tarde se refugian hoy, en el 2011, en Asturias, en el inconsciente de quienes no están pudiendo cumplir con lo que se plantearon como una vida deseada, que, por lo menos, esperaban que fuera mejor que la de sus padres.

Estas dudas, en el mejor de los casos, se convierten en migrañas alimentadas de reproches explícitos de sus padres, o de un hermano, o un primo irritante que ya «tiene la vida hecha». Asturias es un pueblo, podría decirse que incluso Madrid es un pueblo, donde la felicidad debe cumplir con un plazo, con una estabilidad y con la aprobación de quien se supone que te quiere y que, muchas veces, es quien te juzga y quien despierta nuestros fantasmas, nuestras propias viejas brujas cotillas.

Lo bueno de los pueblos es que, gratuitamente, los vecinos te diseñan una vida feliz utilizando los mismos patrones que ya usaron abuelos y tatarabuelos; no hay mucho que pensar. Y, además, se encargan de vigilar que sigas las instrucciones a rajatabla como un Pepito Grillo rancio y venenoso. Lo malo es que limitan nuestra capacidad para ser plenamente felices, lo máximo de feliz que se puede ser. Y es que si no eres el dueño exclusivo de tu vida y, viviendo, no has seguido el consejo de tus emociones en todo momento, es posible que sólo seas medio feliz. Suele ser suficiente, no te preocupes, al menos nadie te tocará las narices.

En el hostal Chelsea de Nueva York, en una habitación para siete personas, conozco a François: parisino de cuarenta y tres años, divorciado, gay, repudiado por sus padres, ex gente de banca, con cuatrocientos dólares en la caja fuerte del hostal y tres mudas. Lleva tres semanas trabajando de camarero en un restaurante del Greenwich Village. Marta, persuadida por un esquema vital 'normal' que llega a tatuarse en nuestros genes, me dice: «Qué pena me da, pobre. Pero a mí no me parece un desgraciado, más bien todo lo contrario». Nos cuenta orgulloso que desde que llegó de Francia hace tres meses se le ha curado el insomnio que sufría desde hacía quince años.

A día de hoy, ya no nos sirven las vidas enlatadas que compraban nuestros padres y los padres de nuestros padres. Cada vez hay más gente que diseña su propio modelo de vida, a veces aparentemente ridículo, otras arriesgado y algunas más pionero, como un «David Delfín de la vida». Sólo siguen los consejos de quienes les hacen felices y que, a su vez, nos provocan la necesidad personal de hacerles también felices. ¡Ojo!, no siempre son quienes se supone que deben ser. O, en caso de los llaneros solitarios, se guían del ritmo cardíaco y la sonrisa satisfecha que se asocia a la plenitud.

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