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Sábado, 17 de septiembre 2011, 04:41
Esperanza Pérez Labrador fue abandonada por su padre cuando tenía solo quince días. Creció en Cuba en el seno de una familia que la quiso y a la que quiso más incluso que si fuera una hija, hasta que con ocho años fue recuperada por su progenitor contra su voluntad. Vivió en España una guerra y la miseria y represión de una postguerra interminable. Se casó y emigró a Argentina en busca de un futuro. Allí, trabajando en mil oficios, 24 horas al día, su esposo y ella ahorraron lo suficiente para poner en marcha una pequeña fábrica de zapatos, en la que tiempo después uno de sus hijos murió electrocutado cuando trataba de reparar una máquina. Una niña que le cedieron -su propia historia repetida tantos años después- le fue arrebatada cuando era una más en su casa y en su corazón. El dolor no se había atenuado aún cuando su hijo pequeño desapareció, víctima de la represión tras el golpe de Videla. Poco después, su marido, el otro hijo varón que le quedaba y su nuera fueron asesinados por los militares. Esperanza visitó cárceles y comisarías, pidió ayuda al Gobierno español y la Casa Real y un día que jamás olvidará agarró por las solapas al general Galtieri y en presencia de sus esbirros lo llamó asesino. Esta es la historia inverosímil pero real de una mujer de 89 años que ha llenado de sentido la palabra dignidad. Una mujer que hace honor a su nombre y se resiste a creer que su hijo pequeño, el único que nació en Argentina, esté muerto y que confía -aún confía- en que se abran las alamedas de la Justicia y paguen sus culpas los asesinos. Su azarosa biografía la ha escrito Jesús M. Santos en un libro ('Esperanza', Roca Editorial) que se lee como si se estuviera en una montaña rusa, cabalgando siempre sobre la sonrisa que produce su ingenua rebeldía juvenil o el llanto por tantos episodios de dolor.
«Yo he sido muy feliz». Lo dice con una sonrisa tan franca que es preciso creerla, aunque también confiese que en sus ojos quedan ya muy pocas lágrimas. «Lloro por pocas cosas, pero cada noche, cuando rezo por mi marido y mis hijos.». La voz se le entrecorta y no puede terminar la frase. Y, sin embargo, todas las tristezas del mundo no podrán hacer jamás que olvide aquellos años de felicidad en Cuba con la familia de adopción de la que fue separada por un padre que, como supo mucho más tarde, había maltratado a su madre hasta acelerar su muerte tras el parto difícil en el que ella vino al mundo. En el pequeño pueblo de Salamanca donde vivió más tarde con su tía-madrastra (su padre se volvió a casar con una hermana de la difunta) recuperó la ilusión cuando un joven guapo y seductor la requirió de amores. Y fue también dichosa cuando a los 17 años escribió una carta al presidente de Cuba pidiéndole ayuda para recuperar a su familia perdida y este le contestó con una dirección a la que desde entonces pudo enviar sus cartas.
La emigración
Ni las penurias ni la pobreza extrema borraron la sonrisa con la que se la ve en las fotos de aquellos años. Nadie podía con ella, ni el cerril cura que se negó a casarla porque no podía aportar una partida de bautismo que se había extraviado en algún lugar entre el Caribe y la sierra de Béjar. Cuando su marido, harto de penurias, propuso un día tomar el camino de la emigración en busca de un futuro que en España no se vislumbraba, ella aceptó sin reticencias. Quería ir a Cuba, pero no pudo ser. Así que, entusiasmados por la figura de Eva Perón, que acababa de visitar España, tomaron rumbo a Argentina. «Nos recibieron muy bien», cuenta tantos años después. «Es un gran país al que yo siempre querré mucho. No fue Argentina quien me quitó a mis hijos y mi marido».
Antes de que la dictadura tiñera de sangre y vergüenza aquella tierra, Esperanza y Víctor, su esposo, trabajaron a destajo. La lista de oficios que desempeñaron sería muy larga, y el recuento de las horas trabajadas, de día y de noche, también. Montaron una pequeña fábrica de zapatos y para entonces la familia se había ampliado porque algunos hermanos y cuñados habían marchado junto a ellos, huyendo también de la miseria. Pero los malos tiempos estaban al llegar. Un día, Tito, el mayor de los hijos varones, murió electrocutado cuando trataba de reparar una máquina de su pequeño taller. Un dolor enorme pero un accidente, nadie a quien responsabilizar por ello, ninguna angustia añadida a la pérdida.
Cuando los militares dieron el golpe contra María Estela Martínez de Perón, la familia Labrador no sintió miedo. «Nunca pensamos que fuera a pasarnos nada. Mis hijos eran peronistas, tenían sus ideas políticas, enseñaban a leer y escribir a los más pobres en los barrios que entonces llamaban allí Villa Miseria, pero eso era todo». Vitantonio, un amigo de la infancia de su hijo pequeño preguntó un día a éste: «Miguel Ángel, ¿tú estás metido en algún lío político? Dímelo porque si es así, yo te escondo para que no te cojan». El muchacho agradeció la ayuda, sobre todo viniendo de alguien que había ingresado en la Policía, pero le dijo que no tenía nada que temer.
Hasta que un día no volvió a casa. Esperanza y su marido decidieron no callarse pese a las recomendaciones que les llegaron de todas partes. Pronto entendieron por qué: varios policías y militares entraron una noche en su casa y la saquearon. A su marido y a ella los golpearon y amenazaron. Cuando se fueron, Víctor se vistió y salió a la carrera a avisar a su hijo Palmiro. Esperanza no lo volvió a ver. Tampoco al hijo ni a la nuera, Edith Graciela. Días más tarde, Manoli, la mayor de sus hijos y ya la única, identificó los cadáveres de los tres.
Por cárceles y comisarías
Esperanza comenzó entonces a recorrer cárceles y comisarías. Un día se enfrentó a Vitantonio, el amigo que se había convertido en verdugo porque llegó incluso a formar parte de los grupos que asaltaron su casa. No encontró apoyo en casi nadie. Solo algún gesto humanitario de un soldado anónimo y la colaboración desinteresada de un diplomático español que se jugó su vida y su carrera en ello. Gracias a él supo que unos meses después de su desaparición Miguel Ángel seguía aún vivo.
Eso la alentó a seguir su búsqueda. Hizo colas interminables ante penitenciarías, escribió al Ministerio de Asuntos Exteriores y la Casa Real en busca de ayuda y solo recibió excusas y silencio. «Si se hubiesen movido, Miguel Ángel estaría hoy con nosotros», se lamenta Manoli.
Un día, después de gritar y amenazar con que no iba a moverse de la puerta de una penitenciaría hasta que lo viera, consiguió hablar con Leopoldo Galtieri, responsable máximo de la represión en la zona de Rosario -donde ella vivía- y futuro presidente de la República. El general le dijo que el asesinato de su marido había sido un error, pero que sus hijos eran montoneros. Esperanza no pudo aguantar más: «Si todos los montoneros son como mis hijos, ¡vivan los montoneros!», gritó. Y entonces, sin saber cómo, sin haberlo pensado, se levantó de su silla, rodeó la mesa, agarró por las solapas al general y lo llamó «asesino». «No tuve miedo en ese momento», comenta ahora, recordando que los guardaespaldas del militar estaban presentes. «Era tan grande el dolor que no temí nada. Eso sí, pensé que me iban a matar, que no iba a salir viva de la sala».
No fue así, pero regresó a su casa convencida de que esa misma noche, o la siguiente, irían a por ella. Empezó a dormir vestida, para que no la trasladaran a un cuartel en camisón. Una costumbre que mantuvo mucho tiempo. Como la de no comer pescado, que aún conserva. «Dejé de hacerlo cuando me enteré de que muchos detenidos eran arrojados al mar. No soporto la idea de que me estoy comiendo un pez que pudo haberse alimentado de la sangre de nuestros hijos».
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