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ALEJANDRO CARANTOÑA
Martes, 30 de agosto 2011, 09:49
Alberto Fernández Velasco convirtió su oficio en un arte y, con las gaitas resultantes de él, no hizo más que convertirse en una pieza esencial del desarrollo del instrumento, del folclore y de la tradición.
Aún en marzo de este año recibió el enésimo reconocimiento a su labor, en forma de AMAS honorífico, tras haber cosechado en relativamente poco tiempo un impresionante historial, empezando por haber sido una de sus gaitas la que, tocada por Xuacu Amieva, obtuvo la primera victoria asturiana en el Festival Intercéltico de Lorient. Ayer, un cuarto de siglo después de aquel dulce triunfo y tras una larga enfermedad, Velasco, como se le conocía, falleció a los 68 años de edad.
Velasco era gaitero primero, ebanista después y, por fin, constructor. Por ese motivo, su atinado oído le permitió afinar las gaitas que construía hasta dar con la fórmula, casi alquímica, de la gaita temperada. Igual que otros tipos de gaita ya habían recibido la bendición de una afinación común y equilibrada, esta llegó a Asturias, de su mano, entre finales de los años 70 y primeros 80. Sus gaitas fueron cayendo, así, en las manos de algunos de las figuras más notables del panorama folclórico asturiano: Xuacu Amieva, José Manuel Tejedor, Hevia, Gustavo Eugren, Jorge Areces... Y, con la materia prima idónea y espacio suficiente para la creatividad, tanto el instrumento como el folclore en general entraron en un vertiginoso proceso de renovación y amplificación. El horizonte ya no estaba solo compuesto por gaiteros mayores; los más jóvenes empezaron a acercarse a la gaita, a mezclarla con pianos, con guitarras, a montar bandas enteras.
Todos pasaron por el tanatorio de Cabueñes para apoyar a la familia. Javier y José Manuel Tejedor estaban entre ellos. Luego, con la voz calma y cierto brillo en la mirada, se sentaron en la cafetería: «Recuerdo», explicaba José Manuel, «que la primera gaita que tuve era suya. Me la compró mi abuelo y fuimos a recogerla a su casa. Yo tenía 11 años y no fui capaz de tocarla. Tenía otras medidas, los dedos no iban donde tenían que ir... De pura rabia le quité el rondón. Y nada más subirnos al coche volví a sacarla. Me pasé todo el viaje a Avilés tratando de hacerla sonar. Luego, lo conseguí».
El hijo del imprescindible constructor, Alberto Fernández Varillas, también maestro gaitero, pasó el día escuchando anécdotas como esta de todos los que quisieron despedir a su padre. La dimensión humana del constructor sobrepasó con creces a la musical en su recuerdo: «Ya habrá tiempo de reconocimientos», decía. «Mi padre era un hombre con muchos valores, pero parco en palabras; algo que sentaba bien, pero que también caía mal a veces. Fue querido y respetado porque no distinguía entre los clientes que tenía delante: trataba igual a un estudiante que a un maestro, y así se hizo con una pandilla de buenos amigos».
Su legado queda, pues, inevitablemente unido a su carácter de «paisano de los de antes», como recuerda su hijo, pero también queda encastrado en los oídos y bajo los brazos de mucha gente del folclore: nadie duda -y lo han hecho muchas veces- en comparar una de sus gaitas con un violín Stradivarius: no buenas, sino superiores. No excelentes, sino con algo más.
«La gaita», proseguían los hermanos Tejedor, «es lo que es gracias a él. Puede decirse así. Porque ningún músico podría hacer nada sin una de sus gaitas, que son las que engrandecieron el sonido del instrumento; sin él, que era el auténtico genio».
Treinta años, en fin, de dedicación y entrega a una de las piezas clave de la tradición asturiana, la gaita, a la que uniendo su pasión, su oído milimétrico y su dominio de la técnica de construcción insufló nuevos aires y relanzó con entusiasmo.
El funeral, de cuerpo presente, se celebrará a las cinco de esta tarde en la iglesia parroquial de Santurio.
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