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DENISE ALDONZA
Lunes, 22 de agosto 2011, 04:38
La idea de Miguel del Arco era buena al imaginar a unos personajes preocupados por la sociedad en su intento fallido de provocar la revolución. Una pena que la reyerta se quedara en cuatro discusiones banales sobre tópicos tan manidos como la caricaturización de sus personajes.
No faltaron la pacifista, la idealista, el juerguista, la pija, ni, por su puesto, el elenco de machos ibéricos con trabajos importantes que desprecian a sus mujeres por el mero hecho de serlo. «Si no soy capaz de hacer feliz a la mujer que llevo al lado, ¿quién coño me va a votar?», se preguntaba un Israel Elejalde más preocupado por su campaña electoral que por atender el drama emocional que constituye su existencia.
Profesando el amor libre o más bien la libertad de amar a quien quieras y donde te de la gana, la apuesta se quedaba en varias parejas de tres desorientadas sobre el dilema moral de elegir entre la cama o el anillo. De cualquier manera, la historia de siempre que presenta a un hombre fuerte de corbata hasta en la playa pero carente de escrúpulos y dispuesto a dejarse arrastrar por su mujercita, que o bien se acuesta con su mejor amigo, o se dedica a la introspección a través del análisis de los autores de los libros que devora en el jardín.
Un estereotipo que exhibe al hombre como el típico 'calzonazos' y a la mujer como la dama ociosa que dedica su tiempo libre a cualquier causa social que le permita mantenerse ocupada con algo.
Por el camino, del Arco deja en el aire varias supuestas reflexiones que en boca de los personajes excesivamente carismáticos invitan más a la risa floja del público que a la meditación. La ambiciosa utopía en la que Maxim Gorki creyó una vez, sólo se respira en pequeños fragmentos del diálogo reflejo de la banalidad con que los temas que nos preocupan vienen y van sin tener claro qué es lo verdaderamente importante. «Nos gusta hablar de todo, pero en seguida nos aburrimos. Si nos dedicáramos a hablar solamente de lo que sabemos se haría un inmenso silencio», criticó Bárbara Lennie sobre la ignorancia que mueve al común de los mortales a emitir sus propios juicios de valor, o bien mirado, a afirmar todo lo que los actores de la comunicación nos obligan a diario a creer a como cierto.
En el camino, varias escenas musicales distraen la atención de un público cansado de una historia de dos horas y media que bien podría resumirse en la mitad y probablemente dejando un mejor sabor de boca sobre la puesta en escena de los actores del Teatro de La Abadía.
Aunque algo sí ha quedado claro de lo que del Arco quiso transmitir y es la ambigüedad del verano como un tiempo feliz. Porque, admitámoslo, haga o no haga calor, y seamos o no felices, el sol levanta el espíritu y nos aleja de la rutina de nuestras vidas para brindarnos, aunque sólo sea un ratito, el descanso de no pensar.
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