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INACIU IGLESIAS
Miércoles, 13 de julio 2011, 04:36
Hace unos años oí comentar que la nuestra iba a ser la primera generación que iba a vivir peor que la de nuestros padres. Y les confieso que, durante un tiempo, me lo creí. Después, al ver que el pronóstico no se terminaba de confirmar con datos, pero que, sin embargo, seguía repitiéndose machaconamente para cada una de las generaciones subsiguientes, empecé a sospechar. Y hoy, definitivamente, con la crisis global y el movimiento 15M por el medio, pienso que aquella afirmación era simplemente una frase hueca, una chorrada resultona y nada más.
Nuestra generación no tiene por qué vivir peor que la de nuestros padres. Igual que la generación de nuestros hijos no tiene por qué vivir peor que la nuestra. A mí todas estas cantinelas apocalípticas, inevitables y deterministas, me recuerdan demasiado a aquellas simplezas de mesa camilla tipo «hay que ver la juventud de ahora que ya no tiene respeto por nada» o «tú dirás lo que quieras, pero los quintos son, cada año, más jóvenes». Y, en fin, la realidad es mucho más simple que todo eso; tanto que hasta me da reparo ponerla por escrito: los jóvenes de ahora parecen mucho más jóvenes que los de antes simplemente porque nosotros nos vamos haciendo mayores. Y punto.
Por eso, en cuanto a lo de tenerlo más difícil que antes, lo mejor es ir a los datos objetivos: ¿Vivimos en 2011 mejor o peor que hace treinta años? La respuesta no es sencilla, pero estarán de acuerdo conmigo en que hay un par de datos que nos pueden dar una pista de por donde van los tiros en el mundo: el porcentaje de población que no tiene ni para comer y el número de personas que, directamente, sigue muriendo por culpa de los conflictos bélicos cada año. Hambre y guerra, esas son dos de las grandes plagas de la humanidad y las que más nos hicieron sufrir en el siglo veinte.
Pues bien, les diré que, hace treinta años, los muertos en «batallas convencionales declaradas» sumaban, de media, unos 200.000 al año y que hoy, sin embargo, esa cifra ronda «solo» los 20.000; incluidas las guerras de Irak, Afganistán, el conflicto de Palestina o el terrorismo internacional. Mírenlo por donde lo miren, el avance es incuestionable. Y, respecto al tema de la pobreza, el panorama es parecido aunque también poco conocido. Les doy un primer dato: tres décadas atrás, 600 millones de chinos vivían con menos de un dólar al día. Hoy «solo» están atrapados en esa situación unos 150 millones. Un avance similar, por cierto, aunque no tan espectacular, al que se dio en esos mismos años en la India o en Brasil. Y, en definitiva, que aunque la mayor parte de África sigue siendo un desastre, lo cierto es que, en términos globales, más de la mitad de la humanidad vive en países con un crecimiento del PIB superior al 7 %. Lo que quiere decir, por si ustedes no se habían dado cuenta, que cada vez más gente duplica su nivel de vida cada década: concretamente el doble de gente que en los veinte años anteriores. Esos son los datos.
Y es verdad: todos estos datos no quitan para que los ricos sigan siendo más ricos y los pobres sean más pobres todavía. Es verdad: el mundo sigue mal, muy mal repartido; para qué se lo voy a negar. Pero tampoco quiero que se dejen engañar por este silogismo tan repetido, tan fatalista y, a la vez, tan engañoso. No. Los pobres son más pobres cada vez. Sí. Pero solo en términos relativos, no en términos absolutos. Es decir, los pobres parecen más pobres cada vez porque los ricos son más ricos cada vez; lo que no impide que cada vez haya menos pobres en el mundo y, seguramente, también en su ciudad y en el país donde usted vive. Y ahí llegamos a la piedra angular de todo esto: a que a todos nos importa muchísimo la situación global del mundo. Sí. Pero, sobre todo, lo que nos preocupa es nuestra situación particular. Es decir, si mis dos hijos -concretamente mi hija de seis años y mi hijo de ocho- van a ser más o menos pobres que yo. O si voy a quedar en el paro en los próximos años. Eso es lo que, de verdad, nos importa. Y ahí lo único sensato que puedo decirles es que, se pongan ustedes como se pongan, el futuro de sus hijos va a depender, sobre todo, de ellos mismos.
Esa es la gran verdad: el futuro de sus hijos va a depender de ellos mismos y de cómo ustedes les preparen para ello, de cómo les ayuden a reaccionar ante el mundo, de cómo les enseñen a adaptarse mejor a las nuevas circunstancias y, en definitiva, de cómo les preparen par que se espabilen de verdad ante los cambios y no se queden protestando mientras viene el oso y se los come.
Como le pasó a Favila.
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