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Oscar Rodríguez, en el taller en donde construye sus maquetas de madera. :: MARIETA
Cuando los niños hablaban esperanto
PERFIL | ÓSCAR RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ

Cuando los niños hablaban esperanto

PPLL

Domingo, 5 de junio 2011, 12:39

Oscar Rodríguez Fernández tiene 90 años «largos» y una memoria prodigiosa que él relativiza. «Me acuerdo de todos los nombres de hace mil años, pero de los más recientes... nada», dice casi en un susurro pero con una amplia sonrisa y mirada tierna.

«Nací en Trasona el 4 de agosto de 1920», rememora acerca de una localidad que ya no es la misma que él conoció en su infancia. «Era la típica aldea. La gente era en su mayoría labradores, mi padre era carpintero». Así era un pueblo que desapareció para siempre bajo las fábricas de Ensidesa o Fertiberia, bajo la autopista 'Y' y el pantano de Trasona... Y más recientemente bajo el centro comercial o el campo de golf. Recuerda que cuando llegó Ensidesa comenzaron las expropiaciones. «La autopista se llevó la casa de mis padres y bajo el pantano están cuatro o cinco casas y por aquí cerca 'la que llamaben la Casa'l Prau'».

Tal vez un más o menos consciente intento de recuperar aquella Trasona rural explica el que se acabó por convertir en el 'hobby' de Oscar Rodríguez tras su jubilación: la construcción de hórreos, paneras y otras construcciones tradicionales de aquella Trasona sosias de 'La Aldea Perdida' de Palacio Valdés. El recuerdo de su padre, carpintero de profesión, tiene mucho que ver con la intuición y las técnicas del taller familiar aplicadas para construir cerca de 125 hórreos y paneras, que incluso han llegado hasta Francia e Italia.

Su habilidad, su memoria y las fotografías de la familia han servido, de hecho para que cada año, durante las fiestas navideñas, se recupere el espíritu de aquella Trasona previa al terremoto siderúrgico: suyas son unas cuantas de las maquetas de viejos edificios del pueblo que componen el Belén que cada año se instala en la ermita de San Pelayo.

Entre esos edificios, no podía faltar uno de los más emblemáticos: la antigua escuela del palacio de los condes de Peñalver, cuyas ruinas se mantienen hoy en día a duras penas junto a la autopista 'Y'.

Aquella escuela fue una especie de 'regalo' a los niños de Trasona de los condes que entonces veraneaban en el palacio ubicado, ahora, junto al embalse. Allí estudiaban, junto a Oscar Rodríguez, una veintena de ellos. «También había escuela de niños y de niñas», recuerda.

Pero su escuela era especial. Y la hacía especial el cura que les daba clase. Honorato Calvillo Maté, recuerda Oscar Rodríguez. Aquel sacerdote hizo que los niños de Trasona de finales de la década de 1920 y principios de la de 1930 hablaran esperanto.

Hoy en día, ocho décadas después, Oscar Rodríguez es capaz de romper a conversar en aquella lengua que por aquel entonces aspiraba a ser universal desde la neutralidad de no estar asociada a gloria imperial alguna.

Pero aquel cura que sabía latín se tuvo que ir. «Se fue a Muros de Nalón, y cuando la guerra, lo mataron», recuerda. A la escuela de Trasona llegó un sustituto. «Vino otro cura, pero este no sabía nada de nada», recuerda antes de poner como ejemplo el día en que el nuevo profesor, todo ufano él, les puso un problema y ordenó que saliera a la pizarra a hacerlo, precisamente, al compañero de Oscar Rodríguez «que más matemáticas sabía». «El cura suponía que era un problema muy difícil, pero lo resolvió en un momento. Ya no le mandó salir a la pizarra más».

Aquella Trasona de cuento no tenía príncipe. Pero sí condes. Los de Peñalver. «El conde era un hombre muy deportista. Delante del palacio había unos árboles muy altos y colgó de uno de ellos una soga. Nos enseñó a todos los niños a subir por la cuerda. Él, una vez, nos pidió que le acercáramos un banco, como los de los parques: con las patas de hierro. Lo cogió entre las piernas y subió hasta arriba con él».

Los veraneos de los condes eran todo un acontecimiento para aquellos niños que hablaban esperanto. Al hijo de aquel atlético «campeón de España de tiro pichón», le gustaba mucho jugar con el aro, y Oscar Rodríguez acabó regalándole el suyo. El detalle no pasó inadvertido para el conde. «Cuando terminó el verano, me regalaron el coche de pedales, que tenía luces con batería y todo». Era un coche digno del hijo de un conde, y con él se paseaba Oscar por Trasona.

Pero, poco a poco, las cosas fueron cambiando. Él creció, se fue a Oviedo, y allí inició su vida adulta al frente de una tienda y un camión con el que hacía portes de carbón. «Viví allí catorce años. Conocí a mi mujer», cuenta. Regresaron junto a sus tres hijos a Trasona cuando su pueblo era otro, y entró a trabajar en aquella Ensidesa que multiplicó por diez la población de la vieja aldea hasta convertirla en barrio siderúrgico. Allí trabajó como chófer hasta que le aconsejaron presentarse a las pruebas del área de control de seguridad. Las pasó, y allí hizo su vida profesional hasta que en 1982 le llegara el momento de jubilarse. Entonces, pudo volver a recrear con sus manos aquella Asturias rural de su infancia.

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