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LA SOMBRA DEL CAMINO

Una piedra secreta

XUAN BELLO

Domingo, 25 de julio 2010, 04:41

Nunca se sabe cómo le llegan, con tácitos pies de lobo, a uno las historias. Gerardo Arancón, arquitecto sensible y poeta secreto, sonetista para más señas que se ha empeñado en que cada verso sea como una de aquellas columnas de la Villa Mairea, que sostienen pero no olvidan que son la sombra de un árbol, el peso de la selva esencial en el alma humana, me cuenta que este día Rogelio Ruiz, un arquitecto a quien no conozco de trato, vino acompañado a Oviedo de unos alumnos de la Universidad Menéndez y Pelayo a ver unos edificios singulares de de la ciudad. Les quería enseñar unos edificios de Ignacio Álvarez Castelao, especialmente la Facultad de Ciencias Geológicas y Biológicas, en Llamaquique, y Gerardo, que además de ser sobrino de Castelao es un excelente arquitecto experto en la obra de su tío, fue requerido para dar alguna explicación de esa rosa cúbica y concéntrica que va creciendo mientras traza una espiral de movimiento. Hay paisajes que a los viandantes nos están vedados: si el edificio de Geológicas es hermoso desde la calle, desde sus jardines donde por la noche se daban todavía en los 90 la mano la memoria y el deseo, mucho más lo es a ojo de pájaro: una vez vi una fotografía aérea y quedé entusiasmado. Un burgo viejo se adivinaba allí o tal vez la planta de una ciudad ultrafutura. Pétrea, como la humilde rosa del desierto, su planta florece reescribiendo el mapa exacto del universo: no pase de aquí quien no sepa geometría.

El caso es que según me cuenta Gerardo Arancón, que estos días tiene encendidas saudades de Irlanda, Rogelio Ruiz explicó ante sus alumnos la arquitectura de Ignacio Álvarez Castelao intentando desvelar lo que yo en la poesía asturiana llamé sentimiento de la tierra; no se trata de utilizar unos materiales u otros, no se trata de reproducir modelos o, por utilizar una palabra asturiana, asonsañar lo preterido en el intento -condenado al fracaso- de hacerlo útil; se trata, simplemente, de levantar algo nuevo que siempre ha estado -y estará- ahí. Rogelio Ruiz, me dice Gerardo, para explicarse recurrió a una historia 'mía': alguien, en una aldea, encuentra una piedra singular, una piedra como cualquier otra pero que algo hay en ella que lo atrae irremediablemente. La acaricia, la manosea en lentos días indolentes hasta convertir el gesto en urgencia, en zuna, en deber debido, en amor puro guiado por una secreta intuición. Transmite ese amor a sus hijos y sus hijos a sus hijos: saben que están cumpliendo un deber y la piedra, por manda reglada por jueces y abogados, pasa de mano en mano generación tras generación. Saben que en algún momento la piedra, tras la paciente erosión amososa, llegará a su forma secreta e iluminará el mundo con una luz nunca vista. Una simple piedra, la piedra clave, aquella en la que se apoya la ojiva del universo y que ha sido confiada a unos cómplices que han jurado, como yo lo juro querer ser solemnemente, que son de los buenos y generosos. Esa piedra un día dará la luz que ilumine por completo la vida. Entonces Dios incendiará con un beso el mundo.

-¿Tú has escrito esta historia? -me pregunta Gerardo.

-Pues no lo recuerdo, pero me habría gustado -contesto-. Parece más bien de Paul Auster, ¿no es verdad?

Mi abuelo Pepe Manulón encontró en el río Bustavil, una tarde de 1978, una piedra rara, de color plateado. Nadie que la mirase podía dejar de mirarla. Transmitía un calor extraño incluso en el día más frío del invierno. La 'piedra queimona', la llamamos, y se guardó en el sitio más secreto de la casa, donde nadie la podía robar y seguía quemando con su secreto. Yo, con mis trece años y mis conocimientos de EGB, aseguraba que era uranio. Hoy la tengo conmigo: es mi única herencia. Una piedra rara, poliédrica. Se la describí un día a Jesús Aller, un geólogo que también está metido en esto de la literatura, y me dijo que era asbesto, el temido y cancerígeno amianto tan utilizado dende 1965 hasta que se prohibió en la construción en 1984. Me quitó el miedo: así, en bruto, esa piedra no era peligrosa.

Una piedra, una mera piedra: la que da la vida y la muerte. Me habría gustado escribir esa historia. Una vez soñé que, mientras yo dormía, la piedra se convertía en hormigas de plata que tejían un tapiz de fuego. Lo soñé, pero que yo recuerde no lo escribí. Y Rogelio Ruiz, tan atento y a quien no conozco, me entrega una historia para que el domingo, otra vez, el mundo arda entre las manos.

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