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El ejército de la letra impresa
EL FANZINE 'LETRA Y PUÑAL'

El ejército de la letra impresa

Los artífices de 'Letra y puñal' se reúnen cada jueves en la Antigua Estación para hacer realidad una publicación de la que venden en Oviedo -por sólo un euro- 600 ejemplares y que sale de Asturias gracias a internet

PPLL

Sábado, 13 de febrero 2010, 04:16

Hoy el taller es un bar, porque, siguiendo a los clásicos: «Como fuera de casa en ningún sitio» (Pemán). Lo suyo es un dinámico 'underground' de mesa solitaria e ideas bullendo en espiral como avispas (todos los jueves quedan en La Antigua Estación, en el corazón de la vieja Vetusta, unas veces con lanza y otras sólo con escudo). Capitanean la historia, desde el silencio, la pequeñita Susana del Llano (habitante de un caserón de las inmediaciones repleto de murciélagos que hacen la colada y golondrinas, enamoradas de éstos, estrellándose contra los cristales por afuera) y Angélica Terrible (protegida casi siempre por un gato persa, de ojos fríos, con metralleta). Santiago Bertault, el más grueso de la banda, es un poeta que mucho antes fue músico y sólo ha aprendido una cosa de la vida, casi entera carrera universitaria: «Para el pájaro encerrado el canto es vuelo» (Unamuno). Los mártires y santos, violadores del verso, coleccionistas de paraguas rotos, competidores entre sí de eructos y comedores de ranas crudas, en plan posguerra, son Aníbal del Valle Uría, tirado a la larga sobre la mesa de billar y Hernesto de Colsa, detective a tiempo completo con un pasado rosa lleno de lluvias. El primero, casi después de un suicidio, me lo decía con ojos de Mortadelo: «Entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor». El segundo, muy estudioso del Siglo de Oro, con su risa perfumada de cerveza, solía apuntar: «No te equivoques, lo trágico siempre surge a partir de la acumulación de lo insignificante». Aníbal, a la larga, lee o hace que lee, pero en realidad, sigue con lo de siempre, casi LSD o estado eléctrico de conciencia: «El único que necesita de verdad la piel del ocelote, es el propio ocelote. Yo quiero vivir». No hay mayor verdad que ésa, señores, aunque todavía no salgamos de caza. Y soñemos que nieva, y sigamos abrigados hasta más arriba de la nuez como bola dura de billar francés. Rubén Rodríguez, Rufi, reinventa a Kavafis en cada curda y sigue, cual Mircea Eliade, dándole vueltas a eso del mito, hasta que se le cae un párpado, pone la boca torcida y escupe: «Los mitos son sueños públicos; los sueños, mitos privados». Dani Tritón y David Fueyo, uno liliputiense rizoso, el otro colosal y con pensamiento de rascacielos, ponen la serenidad al conjunto de marionetistas de palabra y sintaxis conflictiva. El primero, carnicero de profesión, uno de mis maestros, lo sabe todo de los extremos: «Nada es felicidad si no se comparte con otra persona, nada es verdadera tristeza si no se sufre completamente solo». Quizás por eso se pilló a Angélica, a ver si la tristeza escampaba; ¿eh, tron? Fueyo, entre el magisterio y los bolos con la cabeza de sus enemigos, dice cosas muy de cabaret raro sin ninguna rima: «El hombre desordenado sólo pierde un guante». Nunca le vi con guantes, y sigo dándole vueltas a la historia, a pesar de nunca haber sido yo un escolar desordenado. 'Letra y Puñal', el pasquín que ponen a la venta «por un miserable euro», vende 600 ejemplares en Oviedo, lo piden desde muchas partes de España vía electrónica (cuchilladacultural@hotmail.es) y es la obra propia de quienes pasan de maestros, de tutorías varias, de mamonear para publicar no sé dónde y todo ese ego, verdaderamente infantil, que una vez superado lleva a hacer las cosas por ti mismo y Santas Pascuas. Sólo Aníbal, sabio antes que suicida ocasional, tiene la respuesta: «El que tiene un por qué para vivir, sabe soportar el cómo». ¡Di qué sí, machote, eres grande! Ellas, las chicas, vuelvo con lo mismo, son peligrosísimas. Su enemigo es o son los bostezos. «En el amor lo de menos es el insulto. Lo grave es cuando empiezan los bostezos», dice Susana del Llano, que firma algunas cosas como Susi Pop, y solía sacar a veces el cuervo de Poe del bolsito de Loewe o Dior. Por un euro, venden literatura, una fe en la letra impresa superior a la vida, ilusión de soldados en esto de la literatura, un ejército que no se arrepiente de lo que vale lo suyo, y engominados, lo gritan en el latín propio del dandy de extrarradio: «La caridad del pobre consiste en querer bien al rico. Lo que cuesta el libelo, nos la suda». Rufi Rodríguez, profesor de historia, y Santi Bertault, alías El Rémora, coleccionista de desodorantes para chicas, responden contundentes a eso de qué diablos es el fracaso, o si se sienten fracasados, por publicar en galeras. Asegura el segundo: «No puedo darte la fórmula del éxito, pero sí la del fracaso que preguntas: trata de convencer a todos». Recita el primero, azotacalles todos los días de la semana, viciosete de vinazo malo entre horas: «Yo lo tengo claro, estoy harto de inmortales. Y de aspirantes a ello. Mucha gente deseosa de alcanzar la inmortalidad no sabe qué hacer una tarde lluviosa de domingo. No hay más poesía que ésa». Fueyo y Tritón, vitalistas sin sólo gramo de autoaniquilación, lo explican a coro, melifluos y ditirámbicos aunque todavía no cogidos de la manita: «El pasado te podrá servir como trampolín, pero nunca como sofá». Ellas son terribles, ay, y en el bar que les sirve de refugio, en lo hogareño del bar que los sujeta e invita a la tercera o la cuarta de lo que sea, les propongo, zascandileando un poco, bufoneando sin querer cortarme las venas todavía, hablar de felicidad, con o sin literatura. Hernesto de Colsa, noble de Vallobín, es el que salta primero, ebrio fuera del caballo: «El regalo de la felicidad pertenece a quienes lo sacan de su envoltorio». Todos asienten, comentan, ríen, claro, el que se atreve, naturalmente, el que lucha, el que no se arredra; el que paga su libro de su bolsillo, qué importa, si el propio Lora o tantos otros lo hicieron con los suyos. Están fuera del sistema, y el sistema mismo se la sopla, jamás les comprará. El viejo Aníbal, dicharachero como Woody Allen, el mejor escritor para mí de todos ellos, algunas veces portero de peluquería fina de señoras, sabe lo mejor de la errancia y el puro incógnito: «Los escritores que son todo ego, no me interesan. Nada experimentan acerca de la ternura, son máquinas del capitalismo. La felicidad siempre viaja de incógnito, Medrano, y sólo después que ha pasado, créeme, sabemos de ella». Malísimas, anfibias, Susi Pop y Angie (ahora en ingles) Terrible, piden que hable su gran fustigador, Santi Rémora, boxeador mucho antes que cineasta en paro. Él se explica a bocajarro: «Viven todos pendientes de publicar. Viven todos pendientes de su libro. Viven todos queriendo sacar careto en la hoja parroquial de rigor. Y no se dan cuenta, coño, que los sueños son las únicas mentiras que pueden dejar de serlo. Y viven en la mentira, oye, sin saber lo que es la verdad completa». Les saco el tema de la paz, hacer la paz y no la guerra, la paz como excusa para volver al combate, la paz como forma de estar en lo literario. Bostezan, me echo a temblar. Rufi, Rufián, da una hostia encima de la mesa y sienta cátedra: «Cuando todos los odios han salido a la luz, todas las reconciliaciones son falsas». Se me mancha el abrigo largo de Adolfo Domínguez de cerveza, fruto de un vaso caído, y temo que como siga, me acogoten contra la pared. ¿Y el tinte, quién coño me lo paga a mi ahora, hermosos?, os pregunto ahora desde aquí.

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