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RELACIONES HUMANAS LA ANHEDONIA

La negación del placer

Los amargados no perdonan a los satisfechos: lo peor de la gente incapaz de disfrutar es que trata de imponer su defecto a los demás

JOSÉ MARÍA ROMERA

Domingo, 28 de enero 2007, 02:47

Al igual que el dinero, el placer no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla. Nuestra felicidad está tejida de pequeñas alegrías, de instantes agradables, de satisfacciones grandes o mínimas que dependen tanto del objeto como del sujeto. No todo el mundo experimenta las mismas sensaciones placenteras con las mismas cosas; el plato que despierta en unos la emoción del sibarita puede ser para otros un insípido comistrajo, de igual modo que una misma pieza musical nos transporta a las alturas del goce máximo o nos sume en el abatimiento. Sin embargo, al margen de preferencias subjetivas, de lo que no cabe duda es de que estamos programados para buscar el placer, eso que Epicuro definió como «el bien primero, el comienzo de toda preferencia y de toda aversión, la ausencia de dolor en el cuerpo y de inquietud en el alma».

El goce sexual, el gastronómico, el estético, son todos ellos manifestaciones de un impulso universal que nos orienta hacia lo bello y satisfactorio, con efectos unas veces inmediato y otras duradero. Todos lo conocemos. ¿Todos? Quizá no. Al parecer hay individuos tristemente incapacitados para sentir placer, personas que por diferentes motivos (estados de depresión o decaimiento, factores biológicos, problemas de índole cognitiva) han perdido la sensibilidad para disfrutar. O no sienten deseo o, si lo sienten, no encuentran satisfacción en la conquista de lo deseado. Es lo que se ha llamado la anhedonia. El concepto, descrito por vez primera por Théodule Ribot a finales del siglo XIX, se aplicó inicialmente a un tipo de perturbación caracterizado por la inhibición del impulso sexual. En un sentido más amplio, la anhedonia ('negación de placer') se extiende a todos aquellos ámbitos de la vida que en condiciones normales nos proporcionan alguna clase de goce.

Sociedad opulenta

A primera vista, nuestra época ha vencido a la anhedonia. La principal meta de la gran mayoría de individuos en la opulenta sociedad occidental ya no se sitúa en la solución de problemas de supervivencia o en la mejora de unas condiciones básicas de vida, sino que apunta a lo confortable, lo grato y placentero. Es un objetivo inmediato convertido en algo más que una aspiración privada y legítima: en una doctrina, una consigna de obligado cumplimiento. La sociedad de consumo idea continuos productos destinados a proporcionarnos sensaciones de goce y deleite. Relaciones fáciles, viajes a lugares exóticos, hoteles con encanto, fármacos estimulantes, bares, centros de ocio, incontables actividades recreativas saturan los expositores de ese gran hipermercado del placer en todas las escalas: desde las inocentes hasta las más reprobables. El epicureísmo como bandera de la postmodernidad ha dejado atrás el modelo de estoicismo vigente en la modernidad. Ya no hay que ser fuertes, libres, justos o luchadores. Ahora se trata de saber divertirse y de disponer de oportunidades y recursos para hacerlo.

Pero, como advierte Pascal Bruckner, esa nueva moral de lo deseable convertido primero en posible y poco después en necesario -la moral impuesta por la publicidad, al fin y al cabo- «deja tras de sí un gran número de derrotados y de vencidos». Tenemos más placeres al alcance de la mano, pero no por ello sabemos gozar de ellos mejor que nuestros antepasados, para quienes el verbo disfrutar era un término extremadamente restringido. Hay una anhedonia que proviene de la saturación, del exceso, de la inmoderada búsqueda del placer. Pero asimismo la anhedonia contemporánea es la respuesta de quien se siente intimidado por tanto mensaje que le insta a hacer de la felicidad un más difícil todavía. Allá donde podríamos detenernos en el deleite de algo levemente placentero, se oye de inmediato la voz que nos advierte de que con eso no basta, de que podemos gozar aún más, de que deberíamos aspirar a mayores y mejores placeres. Nadie se atreve a confesarse infeliz. De hecho, las encuestas suelen dar elevados índices de personas que se declaran plenamente felices; sin embargo, ese resultado ha de pasarse por el filtro de la exhibición social: nadie quiere quedar en ridículo admitiendo que no puede o no sabe disfrutar de su condición.

Aparte de ello, otra fuerza se rebela contra el imperio de lo placentero. Es el puritanismo, que Henry-Louis Mencken definió como «el miedo aterrador a que alguien, en algún lugar, pueda ser feliz». Disfrazado de moralista, el puritano condena la alegría y la dicha de los otros por ver reflejado en su espejo la imagen de un fracaso. Hay gente incapaz de divertirse, de reír, de gozar, aquejada de frigidez emocional, que necesita coartadas morales para convertir en pecaminoso o «indecente» aquello que está fuera de sus posibilidades.

Si bien se mira, muchos de los placeres reprobados por religiones y códigos sociales puritanos no sólo son absolutamente inofensivos, sino que ejercen un benéfico papel en las sociedades. Es algo que no perdonan los amargados a los satisfechos. Lo peor de la anhedonia es que trata de imponer su minusvalía en derredor suyo. Extrañamente, ese impulso malsano ha gozado de bastante crédito en muchos momentos y culturas. En 'Ética como amor propio', Fernando Savater recopiló nada menos que siete grandes argumentos contra el hedonismo esgrimidos a lo largo de los tiempos y revestidos de la máxima solvencia intelectual.

Como réplica a todos ellos Savater apeló al testimonio inapelable de Rousseau: «Lo antisocial del placer es que contraría el amor propio de quien lo contempla como espectador, bien sea porque produce envidia o bien porque hace ostensible que el gozador no nos necesita, lo que provoca en el azorado contemplador una molesta sensación de inexistencia o de estar de sobra».

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