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E. C.
GIJÓN.
Martes, 19 de septiembre 2017, 01:47
José Antonio Montero Álvarez está de enhorabuena por dos razones. La primera, porque está a punto de cumplir 104 años en unas condiciones que para sí quisieran muchos de menor edad, aunque con los achaques y fallos de memoria imaginables. La segunda, porque a pesar de que la mayoría de sus amigos y compañeros ya han fallecido, todavía hay quienes se acuerdan de él y agrupaciones de antiguos combatientes o militares están organizando un homenaje para celebrar su próximo cumpleaños, que será el 21 de noviembre.
Afectuoso y conversador, José Antonio explica que eso de los homenajes no es algo que le agrade demasiado, pero sí es motivo de satisfacción sentirse querido por personas de las que habla con admiración y con las que comparte recuerdos e ideario. Muchos, dice, ya han muerto, probablemente hace más tiempo de lo que él mismo calcula, porque los tiene aún muy presentes en su afecto.
A pesar de su longevidad, la vida de José Antonio Montero está marcada por la guerra. Primero, la española, en la que participó activamente desde el asedio de Oviedo, «en la posición de Pando, donde pasamos momentos muy malos», hasta la entrada en Madrid de las tropas franquistas, pasando previamente por los campos de batalla de Extremadura. Luego, por la Segunda Guerra Mundial, al inscribirse en la División Azul y ser repatriado tras resultar herido en Leningrado, «donde libramos combates muy grandes en medio de un impresionante temporal de nieve». La guerra ha dejado huellas imborrables tanto en el cuerpo como en la mente de José Antonio Montero. La amputación de uno de sus dedos de la mano derecha, la pérdida de un oído como consecuencia de la metralla y la convalecencia hospitalaria a su regreso de Rusia le proporcionaron un certificado de inválido permanente de guerra que el excombatiente guarda con minucioso cuidado, tanto como con las medallas que sitúa en lugar preferente de su domicilio gijonés.
No obstante, aparentemente el mayor daño que le han causado los combates fue la pérdida de su hermano Luis, luchador del ejército republicano, al que trató sin éxito de convencer para que cambiara de bando y «al que acabó matando Carrillo», asegura firme y tajante.
Tras los conflictos, Montero continuó carrera militar en la «tercera región aérea, bandera de paracaidistas», en Valencia, pero tras algún salto llegó a la conclusión de que aquello no le gustaba demasiado y regresó a la vida civil, como funcionario del cuerpo de Correos y Telégrafos, del que se jubiló ya en 1978, es decir, hace prácticamente 40 años. A pesar de que su paso por la fuerza aérea no le resultó especialmente atractivo, según cuenta, José Antonio Montero recuerda su etapa en Valencia como la mejor de su vida, «porque allí hice muy buenos amigos». Antes de irse a Valencia, el ahora más que centenario se había casado en Oviedo con Mercedes Fano Menéndez, «una mujer maravillosa» cuyo nombre recuerda perfectamente aunque tuviera que sacarse la alianza y dar a leer la grabación que en ella existe para saber que fue el 12 de octubre de 1944 cuando contrajo matrimonio. De la capital asturiana partió hacia Valencia con tres hijos varones y regresó de Levante, como jefe de Telégrafos de Luanco, con tres hijas más, si bien de nuevo en Asturias tendría la cuarta.
Gijón, donde vive, fue su siguiente y último destino laboral. La etapa en Oviedo hace que, en temas futbolísticos, su corazón sea más azul que rojiblanco, «aunque el Sporting también me gusta». Y es que, aunque la mayoría de los recuerdos que José Antonio Montero cita se refieren a la guerra, tal vez porque los vincula al homenaje que le están preparando, más de 103 años de vida dan para mucho. Al parecer, no solo las batallas pudieron haberle costado la piel a José Antonio, quien señala que casi recién nacido en la estación de Pajares, donde su padre trabajaba de ferroviario, sufrió un accidente cuando lo llevaban, en una carreta, a la pila bautismal. La nieve debió de ser la causa del vuelco de la carreta y el bebé acabó entre la nieve, aunque ileso.
Esa anécdota sirve de ejemplo para que Montero defienda que estar en vísperas de los 104 años tiene mucho que ver con la suerte, «que siempre tuve porque estuve varias veces herido, pero no me mataron».
Al menos, no vincula ninguno de sus hábitos con la longevidad, aunque las hijas con las que convive señalan que siempre fue amigo de comer bien, que un poco de vino no lo perdonaba hasta no hace mucho y que, aunque del deporte siempre fue más espectador que practicante, pasear fue una de las últimas costumbres necesariamente abandonada. Una nociva, el tabaco, lo dejó hace tiempo, pues tiene un pulmón dañado por la metralla y le advirtieron de que es especialmente dañino fumar.
Los años lo han enclaustrado bastante entre las paredes de su casa, pero sigue controlando sus papeles, las noticias de EL COMERCIO y las series televisivas mientras llega el reconocimiento donde revivirá su historia.
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