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GALERÍA DEL NÁUFRAGO RAMÓN AVELLO
Domingo, 7 de diciembre 2014, 01:05
En mi generación, los libros y cuadernos escolares los llevábamos unas veces en la mano y otras en la cartera. ¿Cuándo se sustituyó, mayoritariamente, la cartera por la mochila? Sospecho que en la última década del siglo pasado, con la implantación de la LOGSE, la Ley Orgánica General del Sistema Educativo promulgada a finales de 1990. Aunque esta ley que en principio iba a aligerar los libros que los estudiantes deberían trabajar no haya sido la causa directa de la mochila en las escuelas, las dos cosas coinciden, quizás casualmente, en el tiempo.
No sabemos si la mochila resulta buena, mala o, tal vez lo más probable, indiferente para el conocimiento y la preparación de nuestros escolares. Sin embargo, de lo que están totalmente convencidos los pediatras y los médicos en general, es de que acarrear tanto saber de casa a la escuela es nefasto para la espalda.
Las organizaciones médicas y especialmente aquellas que se dedican a las dolencias del cuello y la espalda llevan años advirtiendo de los peligros de sobrecargar las mochilas escolares. Los últimos datos son claros: casi un 60 % de los escolares que cursan los primeros años de Educación Secundaria Obligatoria- 51% en el caso de los niños, 69% en el de las niñas- padecen, aunque sea en grados leves, dolores de espaldas y dolencias lumbares, que en buena parte se pueden achacar al peso de las mochilas.
No deja de causar cierta extrañeza que, a pesar de la sobreprotección de la infancia y adolescencia que a veces alcanza formas extremadas propias de sociedades envejecidas como la nuestra, esta cuestión del sobrepeso de las mochilas escolares apenas repercute en normas o leyes institucionales que intenten atajar el problema. No es nada absurdo regular por ley (y así se hace en algunos países como Italia) el peso que los jóvenes estudiantes pueden llevar a sus espaldas. Un peso que, según los médicos, no debe sobrepasar el 10% o excepcionalmente el 15% del peso corporal de los escolares.
En Gijón apenas se han hecho, que a mí me conste, campañas de prevención institucionales sobre este problema del peso de las mochilas. Sí ha habido iniciativas generales, pero con escasos resultados positivos. Unas, recomendando las mochilas de ruedas, algo que los adolescentes mayoritariamente rechazan y que tampoco es la panacea porque, a decir de los expertos, acaba provocando una curvatura inadecuada en la espalda del niño. Otras iniciativas se orientaron hacia el mundo editorial, sugiriendo que los libros se editen en fascículos independientes, más ligeros y transportables. Desde otra perspectiva, se insiste, aunque quizás no demasiado, en la manera de distribuir el peso en la mochila, evitando apoyarla sobre un hombro y distribuyendo correctamente el peso.
«Tié asero», decían los paisanos de Moguer cuando veían pasar por sus calles al burro de Juan Ramón, que era, según nos dice el poeta, tierno y mimoso por fuera, pero «fuerte y seco por dentro, como una piedra».
Las mañanas escolares vemos a estos niños que, como Platero, parece que tienen acero, para sobrecargar en cuerpos tan frágiles los pesados libros que hacen que el saber no sólo ocupa: también pesa.
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