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R. Á.
Lunes, 3 de diciembre 2007, 08:55
Vino casi de otro mundo. Cuando llegó a España en 1989, Marcel Sabou era ciudadano de un país depauperado sobre el que aún imperaba Nicolae Ceaucescu. Por entonces, jugaba al fútbol en el Dinamo de Bucarest y, junto a un compañero, decidió no regresar al otro lado del telón de acero después de un partido en Madrid. Aquel joven que pidió asilo político es hoy un pequeño empresario embarcado junto a su esposa en la gestión de un parque infantil en el barrio gijonés de El Llano. Tiene 42 años, la nacionalidad española y dos hijos asturianos.
Fichó por el Sporting en 1993 y, desde entonces, con una ausencia de cuatro años para jugar en la liga portuguesa, ha arraigado en la ciudad y ha podido contemplar la evolución de la inmigración. Cuando empezaron sus correrías por la banda izquierda de El Molinón, encontrar rumanos en Asturias era milagroso.«Éramos cuatro, literalmente, y aun así no nos veíamos mucho», recuerda. Ahora que el paso del tiempo y las vueltas de la política y la economía alimentan un flujo vigoroso, Sabou comprende bien a quienes emprenden la difícil aventura occidental. «En Rumania cada vez hay más gente muy rica, pero también mucha desigualdad. El cambio después del comunismo ha sido muy grande, pero falta toda una generación para que se asiente. Todavía quedan muchas penurias. Un obrero puede cobrar 70 u 80 euros al mes, y las cosas de primera necesidad son caras, así que muchos se van para trabajar. Hay que buscarse la vida», explica.
Aunque cada vez viaja menos a su país de origen, pues son sus padres y sus suegros quienes suelen pasar largas temporadas en Gijón, sigue al tanto de la actualidad a través de la familia y los amigos. Sin embargo, admite que no mantiene contactos estrechos con los recién llegados. «El fútbol me ha hecho conocido, pero quiero ser prudente con las amistades».
Las noticias que relacionan a rumanos con la comisión de actos delictivos le inquietan. «No se puede meter a todos en el mismo saco, cómo voy a compartir eso. La enorme mayoría son gente honrada, trabajadora y amable que quiere prosperar. Quienes delinquen dan mala fama a todos y no es justo», dice. En su opinión, las diferencias entre los dos países no pueden justificar a quienes incumplen las leyes. «Todas las costumbres merecen respeto, pero cuando llegas a un sitio debes aceptar sus normas», opina
Suerte de futbolista
El antiguo centrocampista sabe que, en cierta manera, es un privilegiado. Aunque el fútbol en el que hizo carrera aún no se había convertido en el negocio planetario actual, cuando dejó por última vez un vestuario en 2000 había ahorrado lo suficiente como para montar un negocio propio. Su nombre también servía para que los bancos no pusiesen más problemas de los habituales para conceder un crédito. «Si vienes de fuera, lo normal es tenerlo crudo para conseguir un préstamo. Y además creo que la situación es peor ahora que hace unos años. Hay más paro y no es tan fácil conseguir trabajo».
La reconversión de deportista en empresario le pilló por sorpresa. Se retiró del fútbol por falta de ofertas -los entrenadores desconfiaban de sus 34 años-, no de ganas. Le costó varios meses decidir qué hacer a continuación. Al final, junto con su esposa, abrió Indiana Bill, una guardería y parque infantil que primero funcionó al pie de la plaza de toros y se ha mudado a El Llano. «Ser empresario no es fácil: dar buen servicio, dejar satisfechos a los clientes, el papeleo. Nadie se forra con esto, aunque mi familia puede vivir tranquila», cuenta. Con su formación, considera que otros muchos rumanos podrían hacerlo si les dieran la oportunidad: «Claro que podrían montar un negocio y dar trabajo a cuatro personas. Es cuestión de confianza».
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